ebe de ser muy dramático vivir en el epicentro de una guerra. En realidad, no hace faltar estar ahí, donde caen las bombas, para empatizar con el miedo de la población. Pese a la distancia mental y física, el aluvión de imágenes y testimonios recogidos in situ nos trasladan con toda crudeza a ese escenario de vehículos calcinados, edificios destruidos y cadáveres esparcidos por las calles. Podemos compartir sin mucho esfuerzo el escalofrío provocado por el silbido premonitorio que deja como rastro el armamento antes de alcanzar su objetivo. Sentimos las consecuencias letales, pero no llegamos a alcanzar interiormente la parálisis que genera la cercanía de ese zumbido y la incertidumbre, el terror en su grado extremo, sobre dónde impactará el proyectil. Es lo más parecido a una ruleta rusa macabra -nunca mejor traída la comparación- en la que la población civil es también el objetivo porque el frente de combate llega desde la distancia a las puertas de su casa. Esos ruidos de la guerra, el sonido de bailar a diario con la muerte, se graba en la cabeza y son una compañía incómoda durante toda la vida. Recuerdo testimonios de familiares que conocieron los efectos de la guerra desatada por los militares fascistas en 1936 que así lo atestiguan. Una de ellas conserva vivo todavía el sonido de los aviones bombardeando Pamplona en mayo de 1937, el estruendo que esparcían las bombas. Otra me contaba cómo oía el funesto paso de camiones, anuncio de los disparos que minutos más tarde detonarían en la Tejería de Monreal consumando el asesinato de quienes se oponían activamente o no compartían los objetivos de los golpistas. Décadas después, aquellas niñas aún evocaban el sonido de sus miedos.
Hay otros ecos de las guerras: los de las voces de los afectados, de los desplazados, de los que quieren salir del campo de combate y de los que quieren entrar en el escenario bélico para pelear; los que se ofrecen para acoger, los que se brindan para ayudar y los que se manifiestan por la paz; los que reclaman el valor del diálogo por encima del uso de las armas. Pero resulta paradójico que mientras el agresor y el agredido se sientan cara a cara en una mesa, el estallido de las bombas no cese o se recrudezca. Es ese sonido, el del silencio de un acuerdo torpedeado por el bando más poderoso, el de la guerra perdida por la palabra, el que no deja de estallar ahora en nuestras cabezas.
El sonido de bailar a diario con la muerte se graba en la cabeza y es una compañía incómoda durante toda la vida