aso junto a la chimenea de Mendillorri y, a sus pies, un grupo de árboles están en flor sobre el césped verde. Intento seguir viéndolos todo lo que puedo, escasos 10 o 12 segundos. Voy en la villavesa, justa de tiempo y tengo que hacer unos recados, imposible bajar en la siguiente parada. La densidad de la floración es tan llamativa y el blanco tan intenso que da la sensación de que las copas son balas de algodón que podrían seguir abombándose y crecer indefinidamente como cúmulos. No puedo imaginar árboles más hermosos.

Cómo me apetecería mirarlos durante un rato desde abajo, sentada o reclinada en la hierba para que los miles y miles de flores —¿cuántas pueden ser?— formen una cúpula que impida la distracción a pesar de la proximidad de la carretera. Noto una presión localizada, un poco de calor en los lagrimales. Conforme pasan los años, mientras que cada vez me cuesta más llorar por lo triste o lo inquietante o lo terrible, estas contemplaciones imprevistas y ligeras pulsan alguna tecla que canaliza la corriente. Es una emoción en principio estética, desde luego, pero funciona como una red de la que colgaran anzuelos para enganchar a su paso sensaciones, destellos, fragmentos, piezas que esperaban su oportunidad. Y se humedecen los ojos. En fin. Como era de esperar, para cuando la villavesa se coloca en línea con la barandilla de la Media Luna, desde las aladas almas de las rosas del almendro de nata he llegado a los asfódelos de Cerveteri, que se interrogan en blanco mutuamente, y voy completando el herbario con malvas al enfermo saludables, rosas cuya vida es apenas tan larga como un solo día y manzanas que rojean en las ramas más altas. Ayer, 21 de marzo, fue el día internacional de la poesía.