os protocolos, restricciones, cifras e impacto en la sanidad del covid han variado muy significativamente en estos últimos tres meses, tanto que se dan situaciones hace poco impensables, como que un positivo, si es leve o sin síntomas, no tenga que hacer cuarentena. El descenso del número de casos, la menor agresividad de la variante dominante y por tanto el impacto en la hospitalización, unidos a la vacunación, están llevando por ahora a escenarios casi inéditos en los últimos dos años, al punto de que ya se baraja eliminar de muchas zonas la obligatoriedad de la mascarilla en interiores y muchas comunidades han quitado prácticamente todas las restricciones que de ellas dependían. Bien, pues, quizá me equivoque, pero me da que cuando efectivamente se haga realidad la eliminación de la obligatoriedad del uso de mascarillas el último lugar en el que se aplicara -si se aplica este curso- será en los colegios. Los colegios no sé yo qué clase de atracción fatal ejercen sobre los gestores de la cosa pero desde el inicio mismo de la pandemia fueron y son los niños los que sufriendo el virus de la manera más leve más coartada han tenido tanto su libertad como su confort. Seguir viéndolos a estas alturas con sus mascarillas cinco, seis, siete horas seguidas me produce verdaderos escalofríos, cuando no directamente enfado, mientras la sociedad -y olé- mastica y traga en interiores a mandíbula batiente y bien que me alegro y decenas de ejemplos más. Los críos, mientras, apenas han visto cambiar su situación y aunque la inmensa mayoría de ellos ya han pasado el virus o están vacunados tienen que seguir -no tengo ninguna duda de que así será hasta fin de curso, en Educación para cuando mueven un protocolo tiene que ser por cuestión casi imperativa- con la mascarilla puesta sí o sí. Y veremos el curso que viene, a nada que haya olas que asusten a los responsables.