No sirve de nada preguntar cuántos fueron al final los muertos, cuántos los heridos, cuáles eran sus nombres, cuáles fueron las causas directas de sus muertes, dónde están sus tumbas, qué ha sido de los supervivientes… No sirve de nada hacerse más preguntas, porque han transcurrido diez días de la masacre de Melilla y los responsables ya han pasado página. Bueno, aquí casi todo dios ha pasado página porque estamos en fiestas, o lo vamos a estar, y no queremos amargarnos la cena de cuadrilla, o el correr las vacas, o el viaje a las islas, o el cobro de la paga extra por unas docenas, cien arriba o cien abajo de muertos y heridos, jóvenes, africanos y desesperados “sin derechos y sin pan”, como clamaba el obispo emérito de Túnez, Santiago Agrelo. A quién le importa, si además la culpa es de los muertos, si ellos fueron los violentos. A quién le importa si ya están bajo tierra, sin identificar, sin autopsia, sin ceremonia, ni despedida, ni lágrimas de nadie.

Ya está, ya se acabó el falso duelo. Las autoridades se felicitan por haber conseguido que los violentos estén muertos, o malheridos, o encarcelados, o replegados para volver a intentarlo. No tenían derecho a colarse por las bravas en un país de orden, rico, un país rico que no es el suyo, a arriesgar su vida para alcanzar la vida. Ellos, los pobres, los violentos, los delincuentes, se lo buscaron. ¿Y a quién le importa? Ellos, los masacrados, los estafados, los desesperados, han sido puestos en su sitio, en la tumba, en el hospital, en la cárcel o en el regreso a la miseria. ¿Y a quién le importa?

El intento multitudinario de Melilla fue una prueba más de que hay miles, millones de personas dispuestas a correr el riesgo de fracasar, incluso de morir, con tal de salir de la miseria, o de la guerra, o del desamparo. Conocen esa otra manera de vivir, la de las oportunidades, la del trabajo, la del bienestar. La conocen de oídas, porque así se lo contaron los que tuvieron suerte en anteriores saltos de la valla. La conocen por la televisión, o por internet, o porque se la imaginan en sus sueños de hambre y de infortunio. Y se arriesgan fuera de la ley, qué le van a hacer. Fuera de la ley de los otros, claro, de la ley del más fuerte, de la ley de los verdugos de pobres.

En la valla de Melilla fueron más de 30 muertos y 400 heridos a palos y a balazos; en el tráiler de San Antonio, Texas, 51 asfixiados por el calor sofocante, encerrados y sin agua; en el Mediterráneo, en el Atlántico y en quién sabe qué mares y qué ríos, ya ni se cuentan porque es tragedia cotidiana. Pero todo esto, ¿a quién le importa?

Ante esta desesperada migración de los más pobres y ante las amargas consecuencias que sólo ocupan portadas si la desgracia es cercana o desmedida, se conmueven solamente los familiares anónimos de las víctimas si es que llegan a enterarse; sólo se ocupan y preocupan los escasos colectivos capaces de movilizarse por empatía, que apenas cuentan con medios para ser eficaces. A la mayoría, al personal que estos días se afana en programar sus fiestas, vacaciones y ocios disfrutones, quizá les acompañe una leve y fugaz desazón por la magnitud y espectacularidad de la tragedia, qué pobre gente. A los políticos les importa, sí que les importa, pero sólo para cargar sin miramientos contra el Gobierno si son oposición y para sacar pecho por su eficacia si son Gobierno. Puro aprovechamiento electoral. Los muertos, los desesperados de la miseria, les importan un pimiento; es que no cumplieron la ley. La de los poderosos, claro.