ISABEL II de Inglaterra ha sido, hasta el final de su vida, el símbolo de un período histórico en el Reino Unido y a la vez el último emblema de un modelo que ya había sufrido la transformación sociopolítica que determina la realidad y las incertidumbres de su legado. Isabel II ascendió al trono en los últimos estertores del imperio británico, cuando las últimas colonias africanas (Kenia) y los estados independientes afines (Canadá, Australia,...) ya habían consolidado una transformación de su vínculo con la metrópoli a través de la comunidad de intereses compartidos que es la Commonwealth. La Guerra Fría, la construcción de la Unión Europea y el escenario post bloques han sido el marco de un reinado en el que no cabe negar a la reina que más tiempo ha permanecido en el trono su profesionalidad en el cargo. La “secularización” de la institución le permitió superar, con una cercanía a sus ciudadanos y una transparencia de la vida de la Casa Real sin precedentes,los momentos de mayor zozobra y desafecto de los británicos hacia la Corona, en la última década del pasado siglo, cuando una plebeya, Diana de Gales, se ganó los afectos populares y puso en la picota las actitudes de la familia real antes y después de su muerte. Pero la transformación social que permitió acercar a la reina a su ciudadanía fue a la vez la que le obligó a asumir el pago de impuestos, la transparencia sobre sus bienes, y la fiscalización del comportamiento de los miembros de la familia real. Isabel II deja una institución consolidada en torno a su persona pero está por ver si las tensiones relacionadas con la actitud presuntamente xenófoba de la familia real o su reducción a un mecanismo de cohesión meramente simbólico se trasladará a su sucesor. De momento, la Corona ha flotado sin mojarse en la deriva populista de la política inglesa, el brexit y las políticas migratorias polémicas, así como en los focos de abierta desafección que constituyen la crisis norirlandesa y el proceso de reivindicación nacional de Escocia. La herencia de Isabel II en todos estos aspectos es inexistente, no ha ejercido autoridad alguna en ninguno de esos debates y no será un activo para la estabilización del Reino Unido. Está por ver si las corrientes sociopolíticas que fluyen en la sociedad británica hallan en su sucesor, el príncipe Carlos, el asidero para la resolución ordenada e indolora de esos retos o el mero espectador de un desgarro que podría llegar a ser cruento. l