LA propuesta liderada por la vicepresidenta y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, de imponer un límite a los precios de “productos básicos” previamente fijados con el objetivo de paliar el impacto del incremento de la inflación adolece de preocupantes carencias de planteamiento e implementación así como de serias incógnitas sobre sus efectos reales y los riesgos que comporta, al tiempo que plantea dudas sobre su legalidad. Las respuestas obtenidas hasta ahora por parte de los distintos sectores implicados en la pretendida medida son elocuentes. Tanto las grandes cadenas de distribución con las que se reunieron ayer Yolanda Díaz y el ministro de Consumo, Alberto Garzón, como el pequeño comercio y los productores –estos últimos sectores, ausentes en la convocatoria– han mostrado sus desavenencias respecto a la propuesta tal y como está planteada. Ello no quiere decir que estén en contra de establecer medidas mediante las que se pueda rebajar el precio de los productos que necesariamente deben adquirir los consumidores en un contexto de alta inflación. Pero esto no se consigue con planteamientos de cara a la galería, lanzados sin diálogo previo con los sectores, sin medir exactamente las consecuencias e incluso sin consenso previo dentro del propio Gobierno de coalición, en un escenario preelectoral en el que Yolanda Díaz está necesitada de un plus de protagonismo en pleno lanzamiento de su plataforma política. La concertación de precios está expresamente prohibida, y solo este aspecto de inseguridad jurídica –que puede ser matizable– debería hacer reconsiderar el planteamiento. Las razonables objeciones expresadas por el pequeño comercio –fundamentalmente, que el tope a los precios favorecerá a las grandes distribuidoras en detrimento de los locales de proximidad– no se solucionan con campañas de propaganda. En cuanto a los productores, que constituyen el primer eslabón de la cadena, pueden verse muy seriamente afectados en una rebaja de precios que es probable que les alcance negativamente cuando sus márgenes, en una situación agravada por la crisis y la sequía, es ya mínimo o roza los propios costes. El Gobierno puede y debe incidir sobre los precios de los alimentos básicos, pero mediante medidas consensuadas, realistas, legales y eficaces sin que ninguno de los sectores más castigados deba pagar la factura.