Tras más de 40 años de propaganda permanente contra el pago de impuestos se ha instalado en la opinión pública la idea de que la fiscalidad es un lastre para los ciudadanos. Mentira. Y de nuevo, ahora que se otea en el horizonte próximo la llegada de tiempos electorales, el ventilador se pone en marcha. Ese discurso forma parte de un modelo ideológico cuyo objetivo principal es el desmantelamiento del Estado de Bienestar y su sustitución por un sistema neocapitalista sin regulación en el que la especulación de bienes y capitales y la privatización de los servicios básicos –desde la sanidad, la educación o la atención social a la dependencia y a los mayores hasta el agua, los alimentos, la energía o las pensiones–, sustituyan a las políticas de cohesión social y redistribución de la riqueza. Las consecuencias de su aplicación han dejado a miles de millones de personas en todo el mundo en situación de exclusión social y empobrecido a las clases medias. Un inmenso fracaso más que añadir a la Historia de la Humanidad. Sé que no son buenos tiempos para el bien común, la igualdad de oportunidades, la solidaridad, la redistribución de la riqueza o la justicia social. Los grandes medios, propiedad en el Estado de un trust oligopólico, expanden el populismo fiscal en favor de los intereses de una minoría muy minoritaria que tiene como único final conformar una sociedad en la que se instale la desigualdad. Se trata de manipular el debate e intoxicar a la opinión pública contra el sistema de servicios públicos de calidad e igualdad de oportunidades. Y favorecer un modelo tributario para los intereses de quien más renta y patrimonio acumula a costa del esfuerzo de la mayoría. El caos instalado por la táctica electoral del PP de competir por bajadas absurdas y clientelares de impuestos entre unas comunidades y otras –ahí andan entre ellos mismos en Madrid, Andalucía y Murcia a la caza del rico más egoísta e insolidario–, es el último ejemplo de esa creciente estupidez política. También en esto la España oscura, profunda y reaccionaria es un circo en Europa. Que la desregulación fiscal permite crear riqueza suficiente para todos es una falsedad objetiva. Y en ese contexto de debate en la política partidista centralista, Navarra, su autogobierno foral, siempre aparece valpuleado. A estas alturas, es imposible hacer pedadogía en Madrid y en la política española –y a veces también en sectores de la derecha navarra–, sobre el origen, alcance y realidad de la corresponsabilidad fiscal del autogobierno foral. Pero son la imposibilidad de construir un modelo fiscal eficaz; la incapacidad para consolidar un modelo socioeconómico en el que la productividad se anteponga a la especulación y el enriquecimiento fácil; y la dificultad de imponer criterios de eficiencia en la gestión de las instituciones lo que lastra a buena parte de las comunidades respecto a la realidad fiscal y presupuestaria de Navarra. La batalla atroz entre los reinos de taifas autonómicos, la herencia más incontrolable del café para todos en que se convirtió el modelo de Estado, por el protagonismo de sus dirigentes a costa de las necesidades de sus ciudadanos es el resultado. En este tiempo de curvas e inseguridades, necesidad de fortalezas. Sin responsabilidad fiscal colectiva no viviríamos en esta Navarra. Sería una Navarra mucho peor. Que nadie se engañe.