Decía la ministra de Justicia que cuando viaja “a veces” en metro o autobús escucha a la gente hablar de lo importante que es la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Es mentira –ni va en metro ni la gente conversa sobre esas cosas–, pero ojalá fuera verdad. Algunos de los problemas que condicionan la bajísima calidad democrática de España los tenemos bien a la vista, sin que haya una reacción civil o política que propenda su resolución. El de la jefatura del Estado es uno de ellos, tantas décadas aceptando el establishment patrio como campechanas las correrías de un Juan Carlos I que pervirtió su obligación de ejemplaridad y, en cambio, ofreció un referente de inmoralidad que por osmosis enfangó una buena parte de entramado político y económico del país. Cómo está la justicia es otro de esos problemas patentes que ni se pondera en lo que significa, ni parece concitar ninguna pulsión de resolución. Estamos ante un poder del Estado –así es definido en la Constitución– que asume su dependencia del mandato político, perdida cualquier referencia de lo que un sistema mínimamente sano debiera tener como expresión de la separación de poderes. En Europa, sólo Polonia, Hungría y España tienen sistemas en los que los partidos designan a una mayoría de los responsables del gobierno de los jueces. En todos los demás países se garantiza que sean ellos los que mayoritariamente designen a los que hayan de tomar decisiones sobre su organización, nombramientos y régimen disciplinario. El origen de esta aberrante politización es aquel “Montesquieu está muerto” que propagó Alfonso Guerra hablando en nombre de todo el PSOE, pasado y presente, y que tantas décadas después significa el magreo partidista de un poder del Estado que debiera ser independiente.

Que no hablen de esta anormalidad los usuarios del transporte público no quiere decir que no sea un asunto trascendente, y no únicamente para los justiciables. Si en el caso de la monarquía sabemos que el juancarlismo no era solo un señor con patológica afición al dinero y las mujeres, tolerado hasta la náusea, sino que constituyó un deletéreo referente de moralidad pública, en el caso de la politización de la justicia estamos ante una disfunción semejante. Está asumida la idea de que los togados que mandan sobre los togados han de ejercer según pertenezcan a las ganaderías de “conservadores” o “progresistas”, y que sus asociaciones de referencia han de ser también de corte ideológico. Se tiene por normal la indefectible filiación de quienes están llamados a decidir cómo se ha de impartir justicia. Y lo que es peor, sus miembros parecen dispuestos a ejercitar su función en atención a lo que en un momento interesa a unos políticos u otros, y a participar en un juego en el que a muchos no se les ve a disgusto. Mientras el CGPJ acepta que otros manejen su barca, ahí tenemos casos tan estrafalarios como el del juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz, todo el verano en el Instagram junto a una famosilla ventilándose botellas de Moët en la cubierta de un yate. En el escaparate, enseñándonos las cosas que le gustan, o tal vez su precio. Un tipo que luego, en su despacho, decidirá solemnemente sobre vidas y haciendas de terceros, en su estilo de estrellita garzonoide. Y el Consejo sin mover un dedo, seguramente entretenido en otras cuitas.

Habrá quien piense que todo esto, al fin y al cabo, sólo ha de importar al que tenga que sufrir una instrucción o someterse a un juicio, y que no afecta a una inmensa mayoría de las personas. No es así. La justicia puede adoptar decisiones cruciales para el funcionamiento institucional, las libertades civiles o las relaciones económicas, y bastantes de las cosas que nos tocan directamente pueden depender de una sentencia o un procedimiento instado ante los tribunales. En esos asuntos de relevancia es donde opera la cadena de mando, sin duda. Pero además, el estabulamiento político de los jueces que gobiernan a los jueces tiene un efecto deletéreo en la salubridad democrática, porque significa asumir que toda la administración de justicia puede ser interesada y no hace falta que sea independiente. Lo más sorprendente es que desde la magistratura no surja una respuesta que ponga fin a esta perversión, habiendo como hay una gran mayoría de jueces decentes, trabajadores, capaces y admirables.