España es el decimocuarto país más rico del mundo, o sea, que hay ciento ochenta países más pobres. Dentro de esa élite, aquí arriba están las dos autonomías más pastosas, vamos, que nos rodean quince comunidades más achuchadas. Si se prefiere la contabilidad viejuna, Gipuzkoa es la provincia con mayor renta individual, por encima de otras cuarenta y nueve provincias y, claro, Ceuta y Melilla. Los urbanitas locales también ocupan el podio: San Sebastián es la más forrada de todas las ciudades ibéricas, sí, ibéricas, y me ahorro detallarles qué urbes la acompañan. Supongo que lo imaginan.

Me podrán corregir algún dato, pero en general así andamos. En Diario de Sarajevo contaba Alfonso Armada el modo en que le jerarquizó su identidad un tal Emir, paisano de Travnik: “Si miro el Universo, soy de la Tierra; si miro la Tierra, soy europeo; si miro Europa, soy bosnio: y si miro Bosnia, soy musulmán”. En cualquiera de esas escalas el personal por estos pagos podría confesarse como sigue: mea culpa, mea culpa, mea culpa, me va bien. Nuestra calidad de vida es, mirando a lo grande, muchísimo mejor que la media de la humanidad; mirando a lo pequeño, en fin, qué añadir.

Y, sin embargo, en el bar no existe pueblo más acomplejado y falsete, victimista y agónico, ante su envidiable situación. Se lleva blasonar de cinturón apretado, algo que jamás haría quien en serio lo llevara. Por eso tiene esa adscripción, la penuria de pega, un punto obsceno e insultante. Nosotros, los pobres, se oye con frecuencia impostada. Pobre de postal, lalalala. Pues casi nunca lo dicen los pobres de verdad, ni los de aquí, ni los de allá.