Hace unos días nos enteramos de que once chavales de despedida de soltero se lo estaban pasando tan bien en el tren que hubo que llamar a la policía para que los dejara en tierra y el resto del pasaje pudiera continuar con sus vidas tediosas. La gracia les ha salido a setecientos euros por barba.

En otra liga, hay gente que entra en museos y pringa las pinturas o los cristales o los marcos o las paredes. Aunque la performance también acaba con la llegada de la policía, la acción no obedece a una celebración privada sino a una muy acusada conciencia ambiental y a una militancia. Otro nivel.

Se me han juntado estos eventos dispares porque me imagino parecida excitación en la planificación e idéntica sensación de potencia y acierto en el desempeño. Además, en ambos, no me queda clara la relación entre lo que se celebra o se combate y el medio elegido. Parto de la base de que la coherencia entre los medios y los fines tiene cierto valor.

A quienes despiden la soltería dando penica por la calle o interfiriendo el desarrollo de las actividades habituales del personal les posee una especie de prisa por disfrutar de lo que se infiere que les privará el próximo matrimonio. Propongo un doble remedio, o bien cancelar la boda que tantas restricciones va a ocasionar o bien pensar que no hace falta echar el resto y dosificar, la vida es larga y se puede seguir haciendo el tonto incluso casado. Hay ejemplos. Es buscarlos.

Y a esta militancia ambiental le convendría un poco de reflexión antes de la acción, sobre todo porque en tanto que el activismo trata de denunciar, ilustrar y convencer, es un fracaso que sus producciones se lean como una gamberrada sin pies ni cabeza.