Confieso de antemano –las manos están de moda, de hecho la mano de Irulegi pasó a ser el lunes la foto de perfil de muchas personas en las redes sociales– que mi ignorancia en asuntos lingüísticos es abisal y que una de las máximas que trato de seguir desde que el conocimiento superficial de casi cualquier cosa está al alcance de todos en Internet es no caer en eso a la hora de escribir una columna: no tratar de aparentar que sé algo aunque sea un poco de un tema cuando lo máximo que he hecho ha sido mirar 30 minutos la Wikipedia o ciertos textos antes de sentarme a escribir. Por tanto, lo desconozco todo del hallazgo de la mano, de la grafía de las palabras escritas en ella, de los idiomas existentes hace 2.100 años, de sus antecesores y sucesores y, en resumen, de la importancia del hallazgo, aunque por lo que voy leyendo a unos y otros es de una magnitud más que notable, abre un nuevo mundo en su campo y certifica la navarridad del euskera. Mi enhorabuena por tanto a los responsables de tal hito y a quienes hacen posible con su trabajo y empeño que conozcamos más cosas de nuestro pasado, como por ejemplo, que es lo que parece, que el euskera o su antecesor ya estaba entre nosotros hace nada menos que 2.100 años y en la misma puerta de casa. No obstante lo anterior, 2.100 años después no sé qué me da que el júbilo con el que el lunes se vivió en determinados lugares el hallazgo no va a encontrar el mismo eco en la derecha lingüística, esa que impulsó el PAI para, como reconoció Yolanda Barcina, frenar el euskera. Un PAI que se quiere extender no ya solo como opción sino directamente como modelo por este PSN que tanto gusta de estar a setas, a rolex, a manos y a PAIS, en este caso pactando con Navarra Suma que lo elevaría a la categoría de modelo educativo, cuando en muchas comunidades sin lengua propia hace mucho que se discute su conveniencia.