La Policía en Tudela ha multado a medio centenar de conductores por tocar el claxon jubiloso tras el éxito de Marruecos. El asunto es viejo: a cinco hinchas de Argelia les sucedió lo mismo la última vez que su selección llegó al Mundial. No vean nada racista. Hace años el disgusto allí se lo llevaron treintaitrés culés que celebraban a bocinazos un triunfo. Como de gafes está el mundo lleno, y de hinchas flexibles también, a algún rifeño le habrán sacado tarjeta en las tres ocasiones.

El Madriz ha logrado en una década dos docenas de títulos, y sin duda se ha impuesto el voto de silencio en esos festejos de los merengones riberos, no esperamos otra cosa. Tampoco hay noticia de que patriota alguno gritara oeoeoé a deshoras cuando la Roja era la Furia y ganó algo, porque si no, claro, la autoridad lo habría denunciado. Aunque tal vez entonces se hizo la vista gorda, y el oído sordo, y hasta el cenizo magrebí pudo saciar su alegría afinando la vuvuzela. Tal vez, solo tal vez.

Y es que el inmigrante va adquiriendo derechos, pero el que más se le niega es el de hacer el pata como el local, la igualdad en el acceso a la categoría de botarate: ese pasarse de gracioso en el tendido de Sol, de plasta en el bar, de cafre en la calle, ese molestar al vecindario con la inconsciencia insolente del aborigen. La nacionalidad por fin se obtiene cuando tirar petardos a medianoche no es una muestra de barbarie foránea, como la juzgan unos, ni de exótico alborozo, como la justifican otros, sino ejemplo universal de gilipollez transitoria. Es el derecho a ser tan lerdo como cualquier paisano, ni más ni menos.