Poco antes de que Messi agarrara la Copa del Mundo y la elevara al cielo rodeado de sus compañeros el emir de Catar, el jeque Tamim bin Hamad Al Thani -bajo la mirada más que cómplice del presidente de la FIFA, Gianni Infantino-, enfundó el cuerpo del astro argentino con una túnica negra con hilos de oro. En la que fue seguramente la foto más icónica de la historia del fútbol no se verá el escudo de Argentina sino una sombra negra llamada bisht que sólo pueden usarla los hombres y se asocia a la realeza, poder y riqueza. Una cortina que tapa las vergüenzas de este Mundial.

¿Quizás para que quede claro que el Mundial que ganó Messi lo organizó Catar y un mensaje político de que el dinero puede con todo? Messi quedó enterrado en su propia sombra. En este Mundial han jugado sobre cientos de esclavos muertos, hay un futbolista presuntamente condenado a muerte en Iran por oponerse a un régimen teocrático que se ensaña con las mujeres, y en el mismo Catar las que no llevan capa negra deben conseguir el permiso de sus tutores masculinos para casarse.

Messi ya había aceptado un contrato para ser embajador de Turismo de Arabia Saudí con lo que poco se podía esperar, no iba a ofender al emir. Fue utilizado a antojo de la familia real. El multimillonario, admirado como si fuera un rey y que reside en países democráticos, no ha sabido aprovechar su trono para trascender del fútbol y lanzar un sólo mensaje de defensa de las libertades y los Derechos Humanos. Haberlo hecho le hubiera engrandecido aún más. Claro que igual alguno de sus jeques termina siendo su jefe previo pago de un pastizal para lucirlo en el carísimo cementerio de elefantes que es el fútbol arábigo.