Ya me pueden llamar tontico o inocente, pero lo sigo sin entender: ¿por qué se debate con normalidad sobre jueces conservadores y progresistas, de derechas y de izquierdas, carcas y renovadores? ¿Acaso soy el único pringado cándido para quien la justicia ha de ser solo limpia e incolora, el pánfilo crédulo para quien apellidar y adjetivarla con ese descaro significa viciarla y vaciarla de contenido? ¿No chirría nada la existencia de magistrados abanderados?

Alguien tendrá que explicar qué tipo de disciplina es esta, la política, en la que casi nadie cuestiona que unos árbitros sean sin complejo merengues y otros sin reparo culés, la aberración de que incluso sus valedores públicos puedan pelearse ante nuestras narices por ver quién coloca más togados de su cuerda. Según parece, el país entero tiene asumido que la competición está de origen adulterada, y que el problema no es tanto la compraventa de poderes afines como respetar ciertas reglas y turnos en el chalaneo.

Ante un tribunal –¿ha desayunado bien, señor juez?, ¿qué tal la digestión?–, por lógica solo deberían preocupar el currículo y la honradez de quien dicte sentencia, su integridad personal y profesional. Sin embargo, en esta extraña democracia además nos quita el sueño el pie del que manifiestamente cojee, su evidente sensibilidad diestra o siniestra. Como dirían muy ufanos los comentaristas deportivos, “su favoritismo”. Quizás ocurra algo similar, y aquí aún sin enterarnos, con el revisor de la caldera, el deshollinador y el urólogo. A mí ya me tiene mosca el chispas, sin ninguna duda jacobino y rojipardo.