Una certeza: para establecer una narrativa sobre un hecho relevante hay que producir una serie documental y pactar su distribución con alguna plataforma digital. Antes se hacía con películas del viejo cine, para desastre de la historia; pero ya está superado por las series de ficción o informativas. Harry y Meghan, todavía duques de Sussex, han acudido al comando Netflix (también comando HBO Max...) para fijar en la inteligencia colectiva los hechos que han precipitado su ruptura con Buckingham y su medievalidad. Y les ha ido bien, a juzgar por las audiencias obtenidas y su impacto desestabilizador en la realeza británica y sus lacayos mediáticos. ¿Tienen motivos para este espliegue?

De sobra, pues se trata de su supervivencia frente a la criminal prensa tabloide del Reino Unido, que ya asesinó -literalmente- a Lady Di e iba camino de repetir la historia con su hijo y su esposa mestiza. Meghan estaba llamada a ser el símbolo de un cambio en la Commonwealth donde la gran mayoría de sus ciudadanos son de raza distinta de la blanca.

Para impedir que se quebraran las arcaicas tradiciones de la monarquía, el sistema quiso domar a la pareja con los más salvajes métodos de destrucción personal y tácticas racistas. Y en esa guerra, entre pasado y futuro, estamos. Antes que ellos, Britney Spears se reivindicó contra su tiránico padre, Mia Farrow dejó en evidencia al abusador de menores Woody Allen, las víctimas del pederasta Michael Jackson le ajustaron las cuentas y Rocío Carrasco destrozó el discurso de su maltratador. Todo se ha hecho con documentales llenos de evidencias. Ninguna serie salvará del hundimiento histórico a Juan Carlos I, ni arreglará a Pedro Sánchez o a Podemos. Para ganar el relato se necesitan fuertes verdades en un fondo de dramático romanticismo.