El escritor argentino Ernesto Sábato falleció con 100 años. Era muy mayor y, seguramente, estaba de vuelta de casi todo, pero en una entrevista que se le hizo cuando cumplió los 90, reiteró lo que en muchas de sus obras había escrito: “La verdad es necesaria para las matemáticas y para la física. Pero para la vida, lo absolutamente necesario es la ilusión”. Y digo esto, porque a medida que nos vamos haciendo mayores le echamos a la vida más cálculos que sentimientos, más intereses que generosidades. Y, claro, en ese plan, y con la que está cayendo, no estamos para demasiadas ilusiones.

Por eso, quienes seguimos sintiendo un punto de estremecimiento cuando llegan estas fechas, tenemos el doble trabajo de conciliar las desilusiones con las ilusiones, las verdades con los ensueños, la cruda realidad con las patas al aire del mito navideño y, por qué no, la nostalgia.

No voy a descubriros nada si os pongo en guardia. La Navidad es tiempo de derroche desbocado y, lo más grave, inevitable. La Navidad es tiempo de reunirse la familia quizá para la bronca, para que salgan a flote agravios mal enterrados. La Navidad es tiempo de tristeza, de añoranza, de amargura. La Navidad es tiempo de mito religioso o ancestral que no aguanta un análisis crítico de solsticios, de carboneros regaladores, de vírgenes madres, de adoraciones y tres reyes magos que ni fueron reyes, ni fueron magos, ni fueron tres.

No desaprovechemos la ocasión de ilusionarnos. Intentemos, al menos, no amargarnos, lo cual no quiere decir que miremos para otro lado porque no está el mundo para echar cohetes

Todo esto, todas estas reflexiones de la Navidad adulta, chocan con la necesidad que tenemos los humanos de poner los pies más allá de los zapatos y dejarnos volar hacia atrás, hacia los tiempos de sueño y de infancia, hacia aquellos tiempos en que solo nos preocupaba que ojalá nevase en Navidad. La Navidad, o la tomas con ilusión, o te amarga. Por eso, os prevengo: no os dejéis avasallar por esa Navidad adulta de los gastos, las broncas y las ausencias. Ya sé que no es fácil, pero todo depende del empeño que se le ponga.

Viví tiempos en los que Olentzero era prohibición o clandestinidad, y nuestro sueño era el 6 de enero. Yo tenía tan solo 8 años, y el amiguito listo me aseguró que los Reyes eran los padres.

Fue un golpe bajo que a efectos de psicoanálisis debería haberme causado serios problemas de pesimismo y dotado de un carácter taciturno. Pero no le creí porque yo estaba absolutamente convencido de haberle visto el turbante al mismísimo Baltasar en plena noche a través de la ventana haciendo trampa a la orden de dormirme enseguida en la noche de Reyes.

A la Navidad, o la esperas con ilusión o te amargas. Ya sé que es difícil el ejercicio de volverse niño, sobre todo para quienes ni tienen niños ni viven con niños. Pero os invito a hacer el esfuerzo y hacerle caso al viejo Sábato.

Seamos serios, y no desaprovechemos la ocasión de ilusionarnos. Llega la Navidad para todos, mejor para unos que para otros. Intentemos, por lo menos, no amargarnos. Lo cual no quiere decir que miremos para otro lado, porque no está el mundo ni la vida para echar cohetes.

En fin, vosotros veréis. Y que el carbonero generoso que baja de los montes o el bebé que dicen que nació en un Solsticio, o en un pesebre, o en unos grandes almacenes, nos haya llenado el corazón de buenas intenciones.