Ignoraba que la puerta de la antigua cárcel de Pamplona se hubiera salvado de la pulsión demolicionista de la derecha pamplonesa. Me alegré por ello. Pero me pregunto qué valor simbólico tiene ahora esa puerta huérfana, repuesta sobre ese solar desolado, como entre paréntesis, aislada como un faro sin luz. Quizá se pretendió hacer una incisión en el pasado pero más parece un disco de memoria externa. Y por ahí, me temo, se cuelan las políticas memorialísticas que cosifican el recuerdo y lo transforman en objeto de consumo neutro, como si nada hubiera ocurrido entre esas paredes carcelarias.

Algo parecido ocurre con los Caídos y el Fuerte Ezkaba. Y es que hay una corriente conservacionista que, a través de la artistificación, quisiera blanquear el pasado atroz de ciertos edificios, caso de los Caídos.

En este sentido hay dos tipos de lugares memorialísticos: los lugares de humillación y los lugares de memoria. Lugar de humillación sería los Caídos, el mayor monumento franquista urbano, erigido e ideado para ensalzamiento de los golpistas del 36. Los Caídos es un lugar de humillación pues aquí se consagraron los valores que “justificaron” el asesinato de millares de personas. Esos lugares no pueden conservarse ni resignificarse puesto que no hay resignificación alguna que pueda reescribirse sobre las tumbas de miles de asesinados. Porque las víctimas nunca fueron sujetos de compasión.

Sin embargo, la cárcel de Pamplona, derribada ya, las fosas comunes y el Fuerte de Ezkaba son dispositivos memoriales. Y hay que conservarlos como lugares de reparación y visibilización de la violencia allí empleada contra las víctimas. Porque son mojones de memoria colectiva.

Y ya puestos, conservemos la vieja estación de autobuses. Aunque solo sea para recordar a Enrique Cayuela Medina, quien se escondió en el reloj huyendo del franquismo tras el golpe fascista.