Hola personas, ¿Qué?, raska, ¿eh?, ¡Vaya semanita!, pero está bien, esto tiene que ser así, un buen invierno pamplonés ha de tener varios de estos episodios de nieve y frío a lo largo de sus tres meses de vida. Yo lo he querido aprovechar, no sea que no haya otro, y hoy, jueves, a las 9,30 de la mañana me he disfrazado de Roald Amundsen, aquel valiente que atravesó el polo sur, y recordando aquellas noches en las que este pobre paseante salía a recorrer una Pamplona solitaria con el mercurio bajo cero pertrechado de plumífero, gorro, guantes, bufanda y braga, me he lanzado a las nevadas calles de nuestra ciudad a sentir en el cuerpo un poco de invierno de los de antes.

Al empezar mi caminata, a pesar de las buenas botas que me había calzado, me he dado cuenta de que andar sobre ese manto blanco me iba a costar un esfuerzo añadido. He salido a la avenida del Unificador y por ella he alcanzado la plaza de la libertad que he transitado cómodamente por unos limpios porches, concretamente por los de los impares, aquellos en los que en los años 70 estuvo instalada una de las boutiques de moda masculina más puntera de aquella Pamplona pelín conservadora, se llamaba Paulov, ¿la recordáis?, yo recuerdo su escaparate, era redondo, y sus pantalones acampanados. He llegado a la parroquia y dejándola a mi derecha he circunvalado el parque de Serapio Esparza para dirigirme hacia Lezkairu. En dicho parque he visto con dolor que algunos miembros del club de los energúmenos habían andado por allá y habían arrancado de cuajo varias y gruesas ramas a los pequeños árboles que crecen junto a la acera, no habían caído por el peso de la nieve sino por el peso de algún cafre. He cruzado la calzada y caminando junto al colegio de las Misioneras he llegado a la entrada del gran parque que precede a las casas del soto de Lezkairu, el nuevo parque de las Pioneras, que se encontraba con un casi inmaculado manto blanco por el que he empezado a andar y a disfrutar de su mullido piso y de su silencio. La nieve absorbe los sonidos y crea un silencio que se oye, es un silencio especial, misterioso, como si tomase los sonidos y los encerrase en sí. He caminado un buen trecho y solo los empleados de la empresa encargada de jardines, limpiando a golpe de pala los caminos y esparciendo sal, compartían espacio conmigo.

He llegado a la calle Valle de Egüés en su prolongación hacia la nueva Pamplona, la he subido en dirección Argaray y por ella he alcanzado el querido parque de la Medialuna. He presentado mis respetos al Dr. Huarte de San Juan, impertérrito en su bajorrelieve, y me he dirigido a la barandilla para disfrutar de la Catedral a la izquierda y de la Magdalena al frente cubiertas de blanco y frío. Una vez en estos terrenos mi paseo solo podía seguir por una dirección y aunque no ha sido premeditado, me ha gustado llegar a ese punto y dirigir mis pasos al camino serpentín que baja al río, y que, como sabéis, es mi camino favorito.

Lo he tomado en su comienzo de la cuesta de Beloso y nada más empezar a bajarlo ha sido totalmente elocuente avisándome, con tres patinazos, que o me tomaba la cosa con mucha calma o podía dar con mi culo en la fría y mojada nieve, cosa que no me apetecía demasiado, así qué el resto de la bajada he andado como pisando huevos, afianzando el paso antes de darlo por bueno. He disfrutado como gorrinillo en un charco, el camino estaba precioso, los árboles y arbustos vestidos de blanco formaban caprichosas esculturas mecidas por pájaros que iban y venían y el suelo era pasarela alfombrada que estrenaba estampado a mi paso. He llegado a la pasarela peatonal que tantos sonidos esconde y el de hoy era, como siempre que está nevada, una sensación como de traca sorda de fuegos artificiales a cada presión de mi bota. He parado en la barandilla a admirar el río que hoy bajaba potente, amenazante, sus aguas besaban la parte más alta de las orillas. Por añadidura, un espontáneo me ha ofrecido su espectáculo. Sobre el lecho del río flotaba un ejemplar de garza que desaparecía en el agua en busca del desayuno y bien que lo buscaba ya que tras cada desaparición tardaba 30 o 40 segundos en emerger y lo hacía bastantes metros aguas abajo o aguas arriba, lo ha hecho varias veces, pero en todas llevaba el pico vacío, la suerte le ha sido adversa. Ha sido divertido estar atento a todo el cauce, arriba, abajo, derecha, izquierda para ver por dónde iba a aparecer ese pez con plumas. Cuando se ha cansado de probar suerte en caladero tan poco generoso ha desplegado unas tremendas alas y sin apenas separarse del agua las ha batido salpicando y alejándose contracorriente.

Yo he seguido mi camino. Al salir de la pasarela tenía intención de haber tomado dirección Burlada para llegar hasta el puente de la Nogalera y volver a salir a Lezkairu cerrando el círculo, pero la dificultad que la nieve añadía a mis pasos me ha hecho desistir y he seguido hacia la Magdalena. La mañana iba avanzando y con ella la temperatura, lo cual, sumado a una fina lluvia que estaba cayendo, iba licuando un poco la nevada y el caminar se hacía más fácil. He llegado a nuestro querido y majestuoso puente románico y lo he atravesado de crucero a crucero. El primero de ellos, adosado al comienzo del pretil del puente, fue un regalo del ayuntamiento compostelano en 1963, cuando se retiraron el recrecido y la barandilla que ayuntamientos atrás le habían enjaretado al pobre viaducto, y se le restituyó su forma original. Al otro lado encontramos uno de esos cuatro cruceros idénticos que en 1946 la ciudad distribuyó por cuatro enclaves, frente al seminario, este que nos ocupa en la Magdalena, un tercero en el puente de San Pedro y otro en el de Santa Engracia, y que tienen un crucificado a cada lado de la cruz, a sus pies un cuerpo de ocho caras que alberga un obispo en cada una de ellas y en el fuste presentan el escudo de la ciudad a un lado y el de las Cinco Llagas al otro. Tras dar una vuelta al crucero y analizarlo con calma, cosa que jamás había hecho, he seguido por el camino de Paderborn para alcanzar esa pequeña delegación teutona en terrenos pamploneses que ofrece merecido descanso a los peregrinos. He rebasado el refugio y dejando a mi izquierda el viejo molino de Caparroso y las instalaciones deportivas del Club Natación, he tomado el ascensor salvador que me ha dejado frente al fortín de San Bartolomé. El espacio que ante él se abre siempre es bonito pero pintado de blanco y verde es un regalo para la vista.

Por Arrieta he alcanzado Carlos III y he llegado a mi cubil acalorado y satisfecho.

Besos pa tos.

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