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El rincón del paseante

Patricio Martínez de Udobro

De cambios, alturas y txantxigorris

Hola personas, ¿Cómo va el invierno?, vividlo con intensidad que el frío es bueno para la conservación.

Esta semana yo he dado dos paseos bien dispares, con el primero, ciertamente, sentí toda la intensidad de la estación que vivimos en cara y cuerpo y en el segundo la meteorología fue más benévola. Para el del martes, me abrigué en condiciones, me calcé muñoneras adecuadas para una buena caminata y me eché a andar. Tomé Bergamín en dirección sur y una vez pasados los jesuitas, en terreno que hace unos años era un solar desolado, lugar de juegos y diversión en épocas juveniles y hoy en día una rotonda rodeada de casas postineras, doblé hacia el Tenis. La zona está muy cambiada de cómo era no hace mucho, cuando era un barrizal con un miniterraplén que había que trepar para llegar a la altura que ocupa el portal número 3 de la calle Monte Monjardín, único lugar habitado en aquella época. Rebasado este portal llegabas un callejón sin salida donde estaba, y está, el Club de Tenis y que era su aparcamiento. Ante el club, en terrenos que hoy ocupan unos edificios de viviendas muy principales, se habría un campo con un camino cubierto de una negra carbonilla que te llevaba hasta la trasera de los caídos. Hoy en día solo los viejos del lugar recordamos como era aquel entorno. Crucé en mi paseo la entrada del modernizado Tenis, modernizado en parte ya que conserva elementos de entonces, y una vez rebasado tomé a mi derecha por la avenida de Juan Pablo II dirección Mutilva. Lo que hoy es esta gran vía, era carretera en la que entraban dos coches justamente, flanqueada de árboles, con fincas de labor y hortelanas a ambos lados y terrenos conocidos por todos los arrapiezos de la zona por ser idóneos para ir a hacer el crápula, con las bicis arriba abajo, a meternos en casas abandonadas, a mangar manzanas en donde las hubiese, a disparar a los gatos y a los pajaricos con las carabinas y realizar todo aquello que en casa nos decían expresamente que no se podía hacer. Yo el otro día mientras bajaba por la avenida del pontífice polaco, me abstraía de lo que veía e intentaba ver lo que vi, pero he de reconocer que me costaba mucho, muchísimo. El cambio es total, solo el edificio en pie del convento de las monjas blancas da referencia del donde está hoy el ayer, si no fuese por él sería imposible hacerse idea de por dónde iban los caminos o donde estaban las casas. Bajé admirando a derecha e izquierda todo lo que Lezkairu está desarrollando y al llegar a la última rotonda tomé a la izquierda por la calle que da límite a Pamplona, la dedicada a la pintora cascantina Adela Bazo. El sol iba subiendo y entre él y yo, que llevaba buen paso, fuimos ahuyentando el frío y el paseo se hacía más confortable. En la siguiente rotonda, la que se forma con la calle Mutilva Alta, tomé a mi derecha para llegar al cercano pueblo que da nombre a esta última vía. En realidad, mi paseo tenía un motivo, no era simplemente una andada para bajar colesterol, el motivo era ver que puñetas estaban haciendo con la casita neogótica que un anticuario pamplonés levantó a la entrada del pueblo y que hace unos meses vi, y aquí se comentó, que la furia del dinero había dado a la piqueta toda la casa excepto la torre y la pequeña entrada que luce en su techo una bóveda de nervadura. La torre tiene alguna ventana cubierta de rejería y alguna otra con su parteluz. La casa era nueva, era del año 1964, pero las piezas que la componían estoy seguro que no eran falsas, que eran piezas de época, traídas de aquí y de allá y vueltas a la vida en este rehecho que, dicho sea de paso, le había quedado más que digno. Algo parecido a lo que se hizo con el Caballo Blanco. A la torre le han adosado por ambos lados unas construcciones que no juzgaré hasta que no estén acabadas. Lo que vi tenía buena pinta. Incluso en una de las paredes han colocado una labra heráldica tallada en piedra que la desaparecida casa lucía. Había más elementos ornamentales que supongo que sabrán reutilizar.

Seguí mi paseo por el resto del pueblo y disfruté de una mañana que se quedó agradable dentro de su frialdad. Al rato tras unos cuantos chalets vistos, varias urbanizaciones recorridas y alguna casa de las de antes recordada, volví a tomar el sendero, esta vez de subida, y regresé a Pamplona con la curiosidad saciada.

El otro paseo de esta semana fue muy diferente y muy tradicional, lo llevé a cabo el viernes día 3 y ya podéis imaginar a donde me llevaron mis piernas que son tan de Pamplona como yo. Efectivamente, al soleado mediodía me acerqué a la plaza de San Nicolás a ver el mercadillo que cada 3 de febrero se monta en honor a San Blas y en el que te venden toda clase de dulces y bollería típica de esa fecha. Pero no llegué directo, bajé por la arteria principal, llegué a la plaza del Castillo y por la antigua Mártires de Estella, me gusta emplear los nombres antiguos de las calles, llegué a Mercaderes y a la plaza Consistorial. La del Castillo estaba llena de vida, el personal harto de helarse el moco en estas jornadas pasadas a salido de su madriguera cual camada de oseznos invernados y se solazaba en bares y terrazas, disfrutando del baño de calor que Lorenzo les proporcionaba. La del Ayuntamiento estaba en circunstancias parecidas, con sus guiris fotografiándose ante la fachada del archifamoso rococó y un febril ir y venir de paisanos a sus cosas cotidianas. Me adentré en San Saturnino y tomé una de mis favoritas, la modesta calle Campana, llegué a la altura de la chincheta, esa que sostiene la gran mentira de que ese es el punto más alto de Pamplona, cuando el punto más alto de la parte vieja, que no de Pamplona, es la zona del Redín, concretamente en el patio del antiguo laboratorio agrícola, donde está la famosa secuoya desmochada.

Salí a la plaza de San Francisco y por San Miguel llegué a la plazuela de San Nicolás que estaba en plena ebullición de vendedores y compradores. Me encanta ese mercadillo tan de siempre, los dulces y pastas que en él se venden siempre han sido productos sanadores de las afecciones de garganta. De niño, mi madre siempre nos llevaba y nos compraba unos martillos colorados de caramelo que antes de hincarles el diente había que llevar al interior de la iglesia para que D. Pedro Alfaro, famoso párroco de San Nicolás, o alguno de sus ad latere, les diese, in nomine patris et filii et spiritus sancti, un hisopazo a los dulces para que tuviesen su milagroso efecto contra las anginas.

Recorrí los puestos, adquirí unas tortas de Txantxigorri y me metí en un bar de la zona a tomar una tortilla, menos sanadora pero más alimenticia. Así es la vida.

Besos pa tos.