Hace un año, el primer ministro de Países Bajos, el liberal Mark Rutte, presentó la dimisión de todo su gabinete ante el rey Guillermo, a cuyo palacio acudió montado en bicicleta y mordiendo una manzana. La razón de aquella decisión, que supuso la convocatoria inmediata de elecciones anticipadas, fue lo que él mismo denominó un “fracaso del sistema que no puede quedar sin consecuencias”, que se tradujo en que “el Gobierno no ha cumplido con sus propios altos estándares” para dar un trato igualitario y de respeto de los derechos humanos de todos los ciudadanos. Lo que había ocurrido es que unas 26.000 familias fueron acusadas sin fundamento por la Agencia Tributaria de haber recibido fraudulentamente determinadas ayudas sociales para pagar guarderías o cuidadores domésticos de hijos. A los receptores del dinero no les dieron la oportunidad de defenderse y se ignoraron los documentos y justificantes que enviaron a los funcionarios. En muchos de los casos tuvieron que devolver el dinero cobrado a lo largo de varios años. “Se ha criminalizado a personas inocentes, sus vidas fueron destruidas y el Parlamento recibió información incorrecta e incompleta”, reconoció Rutte. Una investigación interna demostró que la administración había actuado discrecionalmente, incluso con criterios discriminativos. Cayó el Gobierno y llamaron a los ciudadanos a las urnas.

Nada es comparable, pero en las democracias occidentales hay un entender común sobre el concepto de la responsabilidad del gobernante, el que adopta decisiones y el que hace leyes. Hoy es el día en el que sabemos que más de 400 delincuentes sexuales, violadores y pederastas, han visto cómo se reducían sus condenas de cárcel por efecto directo de una ley que se dijo estaba hecha para proteger víctimas como mujeres y menores abusados. La cifra real ni siquiera es conocida públicamente, porque siendo fieles al tradicional ocultismo celtibérico, muchas audiencias provinciales no informan de las revisiones porque no les da la gana. Aproximadamente un diez por ciento de las rebajas suponen directamente la salida en libertad del delincuente. Por puro cálculo de probabilidad, en los próximos días conoceremos la noticia que más teme el Gobierno: que uno de los excarcelados reincida, con lo que se podrá aseverar que la ley no sólo ha revictimizado a las víctimas, sino que ha propiciado nuevas agresiones. Mientras los tribunales toman estas decisiones, obligados por la ley que les es imperativa, en el debate político nadie del Gobierno ha tenido el mínimo coraje como para demostrar que realmente les importa tratar a los ciudadanos por adultos y reconocer el tremendo problema causado, mucho menos asumir responsabilidad alguna. Todo lo más, asistimos a escaramuzas de un bando contra el otro. A Sánchez le interesa que se crea que la única responsable es Montero, y los allegados de esta hablan de que fue una decisión colegiada y bendecida en el parlamento. En propiedad, dado que fue el Consejo de Ministros el que trasladó al Congreso el proyecto de ley, los culpables de las consecuencias son todos y cada uno de los miembros del Gobierno, con el presidente a la cabeza. Tres jueces son ministros, y no osaron avisar de las consecuencias deletéreas de aquella inmundicia legislativa; y si lo hicieron, es que no se les hizo caso. Siguen diciendo las aguerridas dirigentes de Igualdad que si se quiere rectificar la ley no van a ceder en “hacer del consentimiento su núcleo”. En realidad, el respeto al consentimiento en materia de relaciones sexuales es lo que recoge el derecho vigente desde hace siglos, porque una violación o unos abusos son un delito contra la libertad tipificado inmemorialmente. Pero la banda de la tarta –Montero, Belarra, Pam, Rosell– lo predica con rostro de cemento, a ver si todavía hay algún estulto que crea que si no fuera por ellas aún se podría forzar a las mujeres a abrir las piernas sin cometer delito.

Lo que ahora tenemos es lo más parecido a los estertores de una legislatura en la que Sánchez ha decidido que la mejor manera de que los de Podemos no le quiten el sueño es dejar que hagan de sus ministerios un jardín de infancia, sin importar las consecuencias de sus actos para el común. A la vista de las previsiones electorales, cobra verosimilitud la teoría de que Pablo Iglesias, el macho que manda, ya ha decidido que hay que enquistarse aún en lo más repugnante, que va a llegar un gobierno PP-Vox, y que cuando esto ocurra habrá que gallear muy por encima de un PSOE que entrará en fase autolítica. Y así pasan los días, haciendo que el sistema fracase, complacidos pero tronantes. Dimitiendo, no.