Como todo fenómeno de masas, el Alonsismo tuvo sus momentos vergonzantes, sus turras y sus buenos niveles de exageración, pero, mirando hacia atrás, aquellos años desde 2005 a sobre todo 2007 y luego la época Ferrari de 2010 a 2014 fueron fantásticos, especialmente los primeros, con los títulos y la rivalidad con Hamilton. Porque Alonso, con ese punto de arrogancia –y de no servidumbre, que es muy típica del deportista español– tan necesario para no parecer siempre un beato, reunía a varios millones de televidentes cada carrera y lo hacía porque sus coches no solo corrían como centellas sino porque el tipo sabía pilotar. Todo eso, unido a unas retransmisiones excepcionales para la época y en años anteriores a que llegasen las redes sociales como ahora conocemos y las televisiones como ahora conocemos con su enorme oferta, hicieron que el suyo fuera quizá el último movimiento general de arrastrar a medio país para ver qué hacía. Sí, ha estado Nadal, a nivel individual –a nivel colectivo por supuesto las selecciones–, pero el suyo ha sido un seguimiento menos alocado quizá que aquella cosa ovetense de levantarse a las 4 de la mañana para ver carreras y no perderse un segundo de ninguna. Ver que hoy, 20 años después de aquello, sigue en el circo de la Fórmula 1 y que a sus 41 años mantiene la esperanza de seguir haciendo podios y transmitiendo esas sensaciones de piloto mágico que ya transmitía entonces es uno de esos raros milagros de longevidad y pasión que de cuando en cuando da el deporte de elite. Siempre en sus últimas experiencias en la Fórmula 1 se prometía o vendía más expectación de la que finalmente el coche lograba dar. Veremos en qué queda el aparente salto de calidad de Aston Martin, porque la capacidad de Alonso de manejar su trabajo como siempre parece bastante intacta. La ilusión ha vuelto a crecer como pocas veces antes. Veremos en qué queda.