No descubro el mundo si digo que cada individuo crece sujeto a ciertas lealtades, y que por ellas a veces calla de más o grita de menos. Lo justo sería caminar por la vida atendiendo a la verdad seca de los hechos, y lo hermoso respetar al detalle el mandato de la conciencia. Pero no suele ser así: tendemos a señalar sólo los penaltis que queremos. Por eso se perdonan más los errores de los leones, y se disculpan menos los de los tigres. O sea, que todos tenemos un corazoncito, y que la objetividad absoluta no existe.

Y, aun así, debe haber un límite en nuestros amores. Uno puede ser muy vasquista, y al mismo tiempo no aprobar cualquier barbaridad que se haga en nombre del vasquismo. Uno puede ser muy católico, y no por eso dejar de criticar las demasías eclesiales. Y uno puede ser muy de izquierdas, y por ir concretando hasta muy de Podemos, y de igual modo ser capaz de admitir que la secretaria de Estado de Igualdad es como mínimo un desastre comunicativo. Y, no, no hay que abjurar de ninguna ideología para constatarlo. Tampoco, claro, es necesario caer en el cinismo. Basta no confundir la afinidad con la ceguera.

Yo creo que su cese no sería un triunfo de la oposición, sino del Gobierno. Y que su dimisión no constituiría un regalo al machismo, sino al feminismo. Y que su abandono de la escena institucional no supondría una derrota del Estado ni de la Igualdad, sino una victoria del más exacto igualitarismo: una mujer política por fin tiene derecho a ser tan calamitosa como un hombre político. Así que a la calle.