La vida es bella, pero no todo es tan fácil. A veces no entiendes ni tu propia letra. Ni siquiera la razón del escribir. No obstante, estoy ahí, un día más, en la terraza del Torino, haciendo girar los hielos en el vaso como un dios indolente, cosa que naturalmente hago por placer y sin apenas darme cuenta, cuando se me aparece Lucho y me pregunta si ya he regresado de Benidorm. Pues claro que he regresado, ¿no me ves? Estoy aquí, le digo. Y entonces me pregunta si he visto a Froilán. Y como le digo que no sé quién es, me lo explica. Y le contesto: De Froilán podrán decirse muchas cosas interesantes, Lutxo, eso no lo dudo, pero Benidorm no me ha parecido un mal lugar para morir, fíjate lo que te digo. Y es cierto, queridos amigos y vecinos, amables desconocidos, morir en Benidorm podría no estar mal. Una de esas noches, por ejemplo, en un garito con música de los ochenta, ¿por qué no? He visto cosas increíbles. Ancianos muy desubicados zamparse cinco donuts en el bufé desayuno del hotel y luego llevarse a lo loco otros cinco huevos duros en el bolsillo. He visto cosas que sería penoso relatar. Ahora bien, tanto si eres realista como si eres romántica o romántico, no olvides que tenemos que salvar la sanidad pública como sea. Díselo a tus líderes. Cada cual tiene que decírselo a los suyos lo más clarito posible. De todas formas, Lutxo, viejo gnomo, antes del nihilismo narcisista de hoy en día, las cosas tenían menos importancia, creo yo. Aferrarse demasiado a la vida era casi una grosería. Qué tiempos aquellos. Al corazón le llamaban la patata. Y al infarto, el patatús. Y cuando te morías, decían que te habías ido a criar malvas. A mí me parecía gracioso. Vivir estaba bien, de acuerdo, pero tampoco era para tanto. Ahora parece que si no vas a Benidorm no has disfrutado de la existencia. Pues mira, yo ya he ido. Y no voy a volver. Al menos, este año. El año que viene, ya veremos.