Acabó ayer marzo y lo hizo con olor a ceniza y humo en varias partes de España y con varios incendios estos pasados días en Navarra, circunstancia no excepcional pero sí bastante alarmante y que trae recuerdos muy negativos y muy recientes. El invierno ha sido frío, pero seco. El trimestre que conforman enero, febrero y marzo, con 157 litros caídos en Pamplona, reproduce cifras de los últimos años –156 en 2022, 163 en 2021, 153 en 2020– pero se encuentra bastante alejado de la media histórica –264 litros, esto es: un 40% menos de agua este año que la media–. Esto es algo que, con sus diferencias, también ha sucedido en todo Navarra y que tras un 2022 muy seco ha hecho que los pantanos, que a estas alturas estarían –Yesa e Itoiz– cercanos al 90%, apenas superen el 60%, y que los niveles de humedad de la tierra y de la masa forestal sean más bajos de lo que sería deseable en las fechas que estamos. Por tanto, este abril que hoy comienza y el mes de mayo se antojan como meses clave en cuanto a la presencia o ausencia de precipitaciones.

El año pasado, abril fue decente, pero mayo sufrió una sequía tremenda, lo mismo que junio, lo que unido a las altísimas temperaturas de junio convirtió a Navarra en el polvorín que por desgracia todos conocimos y que derivó, junto con más razones, claro, en los pavorosos incendios de la segunda quincena de junio. Navarra siempre ha sido una tierra de lluvias bastante regulares, sin grandes diferencias de litros caídos entre unos meses y otros, con a lo sumo el doble caído en los meses mas húmedos con respecto a los más cálidos. Esta forma de funcionar aseguraba un terreno bastante bien abastecido de humedad todo el año, que se va al garete en cuanto dos meses apenas llueve. Por mucho que haya llovido antes. Veremos si abril cumple su tópico y mayo le acompaña o al menos se registran cifras esperanzadoras para suelos y embalses. Falta hace.