Hace quince días compré unos tomates cherry en rama. Rojo intenso, con sus cinco sépalos como estrellas verdes que recordaban a las estrellas de mar, del mismo modo que el trazado de los ríos replica el de las venas o los nervios de las hojas o al revés, bueno, esas curiosas similitudes de diseño.

Me han acompañado todos estos días como una mascota. Arisca, todo hay que decir. Al volver de la compra, sobre la encimera, ejercieron su función decorativa y estimulante. Más tarde comprobé que a pesar del color estaban duros como una piedra, así que ahí se quedaron para hacer el trabajo que no habían hecho.

Cuatro días después seguían en sus trece y acabaron en la nevera. Estuvieron una semana, volví a sacarlos. Los tocaba y el tiempo no pasaba por ellos, seguían turgentes, sin asomo de moho ni arrugas ni partes blandas o manchas oscuras. Pero, aunque a nadie se le oculta que los tomates son inimputables, todo tiene un final y fue ayer. Llegaron a la mesa, quiero pensar que con todos sus nutrientes, porque sabor sabor…

Él, que se define como empoderado en la compra y la cocina, me miró y dijo están ricos estos tomates, ¿eh? Contesté que eran una variedad de tomate inmutable y como ya estamos mayores nos ganó la nostalgia. Volvimos a la estacionalidad de la infancia, los veranos de tomates, alubias verdes, melocotones y peras de agua, los inviernos de cítricos y sin fresas, los entonces impensables aguacates. Hablando de sequía y aguacates, M, que es muy sensato, hizo el otro día un alegato a favor de las sardinas como fuente tradicional y sostenible de omega 3 y aportó un truco para atenuar el olor si este se percibe como disuasorio. Comentamos, sonreímos, pero habría que hacer algo, ¿no?