Perder también jode. No vale engañarse en eso. El sábado me acosté tras el partido repleto de euforia, satisfacción y orgullo. No sólo por un partido de fútbol al que los nuestros no le perdieron la cara en ningún momento y se dejaron el alma al mismo nivel que las decenas de miles que no pararon de impulsarles y animarles allí en La Cartuja o en las calles de Sevilla, Iruña, cualquier otro lugar de Navarra o del resto de Euskal Herria y otros muchos pequeños espacios dispersos por cualquier ciudad, pueblo, barrio o país que esa noche sentían igualmente al 11 de Osasuna. Fueron realmente unos días, unas horas y unas vivencias para el recuerdo individual y colectivo. Sin necesidad de más aspavientos. Osasuna ha sido este fin de semana simplemente lo que es. Eso es todo.

Perder jode y el domingo ya me levanté con un estado anímico menos entusiasta, más tristón, una mezcla de desasosiego y mala hostia. Sobre todo, porque en mi memoria de la noche anterior tuvimos la Copa esa a tiro lapo, como decíamos de chavales en el patio de los Maristas cuando jugábamos al gua con las canicas. Hasta que el tipo del silbato pitó satisfecho el final, viví los minutos convencido de que la Copa viajaría a Pamplona. Me duro poco. Me acordé de aita, de cómo hubiera vivido esa final y su resultado y supe que el espíritu bueno era el de la noche anterior. Porque Osasuna aún es capaz de convertir sus derrotas, por dolorosas que sean, en victorias. Mantiene esa parte de la esencia original del fútbol, quizá algo todavía de aquel espíritu de sus fundadores, y de los principios con que nació hace más de 100 años este club. Por eso, Osasuna no se entiende, ni se entendería su devenir por la historia, sin esa camiseta roja y sin los cientos de miles que la han portado, sentido y vivido en todas esas décadas. Aita nos inyectó el virus de Osasuna –fue también un poco blanco, pero eso nunca se lo tuvimos muy en cuenta en casa–, y en ese virus viaja también el antídoto para las derrotas.

Simplemente, son una puerta abierta más hacia otros caminos. Más o menos eso hubiera dicho él, contento con el juego de chavales, al igual que en aquellos primeros partidos en El Sadar con cinco o seis años cuando las derrotas no tenían como rival a un Madrid repleto tanto de fútbol como de prepotencia infantil en una final de Copa, sino a cualquier equipo de aquella Tercera División de hace más de 50 años. Los tiempos han cambiado, pero los rojos siguen acompañando a Osasuna como si no hubiera un mañana. Perder jode, pero la derrota no es una fatalidad insuperable. De rojo he aprendido a disfrutar también sufriendo sin masoquismo alguno.

Lo importante es que Osasuna siga siendo lo que ha demostrado una vez más que es. Juega a un deporte que se llama fútbol como el Madrid, pero no son la misma cosa. Osasuna aún sabe celebrar la derrota y disfrutar de sus jugadores y de su camiseta pensando ya en el próximo encuentro, mientras que el Madrid, y se vio en la triste parsimonia con que sus aficionados celebraron la Copa, es ya solo un fondo buitre más que necesita aumentar sus ingresos y arramplar con nuevos negocios –los jugadores como el agua, los alimentos, la tierra, la sanidad o la vivienda–, cada año para saciar su sed de trofeos y convertir los sentimientos en una simple máquina registradora como primera prioridad.