Hace unas semanas tuvimos la marabunta mediática con el tema de la hija o nieta de Ana Obregón, en la que convivían la polémica por la gestación subrogada por un lado y por otro el hecho de que la supuesta tutora de esa niña es ya una persona de 66 años. Bien. Hace poco se ha sabido que Robert de Niro ha sido padre por séptima vez a los 79 años. Lógicamente, no se ha armado tanto revuelo. Digo lógicamente porque en esta sociedad tenemos asumido que el hombre padre puede tener tres mil años, mientras haya una mujer joven que sea la que se ocupe de criar y proteger a esa criatura. Porque con 79 años, por muy bien que estés –que lo estás–, bastante tienes con cuidarte a ti mismo. Estamos hablando, claro, de personas con un poder adquisitivo enorme que pueden disponer de una corte de ayudantas y ayudantes para criar hijos y no seré yo quien le niegue a De Niro sus deseos de ser padre y a su pareja sus deseos de ser madre, faltaría, pero a mi siempre me ha supuesto un dilema si ninguno de ellos se pone en el lugar de ese bebé, que verá cómo su padre muere lo más posible antes de que él cumpla 20 años o que enfermará cuando sea apenas un adolescente o incluso antes, si nadie se pone en el lugar de quien va a crecer cogiendo cariño y queriendo a alguien que tiene más boletos que el 99% de los padres de no estar de la noche a la mañana. Sí, claro, seguro que lo han pensado, pero al final por lo que se ve acaba imponiéndose los deseos de padre y madre, mientras el destino de la criatura pues ya se verá. Por supuesto, todos sabemos que no es necesario un padre o una madre –una de las dos figuras al menos sí que es necesaria o cuando menos importante–, pero aquí hablamos de casos en los que ya casi de partida uno de ellos está por completo en la cuenta atrás. Por supuesto se habría montado la de Dios si una mujer de 79 años con una pareja de 40 decide adoptar una niña.