El eterno debate ha vuelto en el Giro 2023: ¿cuándo hay que suspender una etapa, o parte de ella, por la nieve, la lluvia o el viento? ¿Esas inclemencias forman parte del ciclismo, al igual que el calor extremo en el Tour, o hay que darle prioridad absoluta a la seguridad de los ciclistas? ¿Se debería haber suspendido la mítica Lieja-Bastoña-Lieja 1980 en la que Hinault pedaleó sobre la nieve para entrar en la leyenda? ¿Y aquella etapa del Gavia en el Giro 1988 en la que los ciclistas lloraban de frío, y que Perico tildó de “día más duro” de su carrera? Está claro que con el paso del tiempo el listón se ha ido bajando, para desesperación de los aficionados más exigentes. Solo se nos ocurre que se ponga objetividad en el asunto y se lleven al reglamento los límites de temperatura, centímetros de nieve, litros de agua por metro cuadrado o velocidad del viento. Todo menos esa sensación de que la decisión se toma a veces por comodidad y pereza del pelotón.