Este viernes la Unesco ha recibido de nuevo en su seno a los Estados Unidos, revocándose así la decisión de Trump de abandonar la organización. Los EEUU ya se habían retirado de la Unesco en otra ocasión previa, en los años 80. Eran tiempos de Reagan y tomaron la decisión junto con el Reino Unido de Thatcher.

En aquel momento estos dos países rechazaban el desequilibrio entre las altas cargas financieras que asumían y la dilución de su influencia en un sistema de un estado, un voto. Estos países encontraban la situación desproporcionada y creían que las decisiones de la Conferencia General de la Unesco eran hostiles a sus posiciones políticas e intereses internacionales. La separación duró años hasta que, ya en tiempos de Federico Mayor Zaragoza como Director General de la Unesco, el asunto se pudo reconducir con una más que digna solución para todas las partes, con Bush hijo y Tony Blair al frente de sus respectivos países.

Pero pronto se vivió una nueva crisis que se fue agravando. Hacia el año 2011 Palestina iniciaba su estrategia de ingresar en la comunidad de la Naciones Unidas. Recibió un tremendo varapalo cuando su candidatura como miembro de la ONU fue rechazada, puesto que, a pesar de contar con una amplia mayoría favorable en la Asamblea General, es el Consejo de Seguridad quien debe decidir sobre los nuevos ingresos. Allí los Estados Unidos hicieron valer su derecho de veto.

La autoridad palestina identificó entonces la Unesco como siguiente objetivo. La Conferencia General de la Unesco aprobó pronto el ingreso de Palestina. Los Estados Unidos reaccionaron suspendiendo el pago de sus cuotas. Israel se sumó. La entonces Directora General, Irina Bukova, trató de aguantar el envite y confió en resolver el desencuentro en el segundo mandato de Obama. No lo consiguió. Con Trump la cosa, para sorpresa de nadie, no mejoró.

En aquel contexto, la declaración de una parte de Hebrón como Patrimonio de la Humanidad, agravó la crisis. Israel y los EEUU consideraron que esta candidatura no respetaba la parte de tradición judía del lugar. Es una protesta que debería haber sido resuelta por los cauces ordinarios, pero la tentación de dinamitar todo el invento era demasiado difícil de resistir para Trump, que anunció la retirada de los EEUU.

La solicitud que ha presentado ahora el gobierno de Biden de reentrada en la organización de la que Estados Unidos fue estado fundador tiene múltiples lecturas. Muestra, por un lado, la sensibilidad diferente de una administración que ha ido revertiendo las decisiones tomadas en su día por Trump contrarias al multilateralismo y a la cooperación internacional, como fue, por ejemplo, el reingreso en el acuerdo de París de lucha contra el Cambio Climático.

El contexto en todo caso es significativo y seguramente nada casual. La reentrada en la organización internacional encargada de los aspectos culturales, científicos, educativos y de información se produce en un momento en que, si bien la invasión rusa de Ucrania y sus crímenes han marcado un aumento de las prioridades geopolíticas más duras en la comunidad internacional, lo cierto es que los aspectos de soft power, tales como la influencia cultural, la batalla por las ideas, los valores y la información adquieren más protagonismo que nunca. Era lógico que Estados Unidos tuviera interés por acceder de nuevo al principal escenario internacional donde estas cuestiones se tratan y volver a tener allí influencia.

La directora general actual, Audrey Azoulay, se marca un tanto político gigantesco al tiempo que recarga las arcas de la Unesco con el retorno del principal contribuyente que encima se ha comprometido con honrar de diversas formas las cuotas que quedaron en su día pendientes y añadir ciertas contribuciones voluntarias adicionales. La operación ha sido buena para la Unesco y, confiemos, para la paz, la cultura, la educación, la ciencia y la información en el mundo. 132 países –frente a 10 votos en contra y 15 abstenciones– lo han entendido así.