“Usted debe comprender que, si está ebrio, no puede ir a ninguna parte. –Detrás de su escritorio, el médico enderezó su maltrecha espalda y recalcó: –Ebrio, a ninguna parte”.
Al otro lado del escritorio, el joven meneó la cabeza. Llevaba el pañuelo rojo y la camiseta blanca manchados de vino. “Es que estas fiestas, doctor…” “Que estamos en Sanfermines, ya lo sé. Pero dígame usted: la noche anterior al encierro, ¿cuántas horas durmió?” El paciente resopló. “Pues… No me acuerdo. Dos, más o menos. En un banco.” “Eso no puede ser. Para correr el encierro, uno tiene que dormir lo suficiente y estar en plenitud de facultades. ¿No se da cuenta de que se juega la vida?” El paciente se encogió de hombros. “Si usted no está en condiciones, si no ha dormido lo suficiente o ha bebido, usted no debe correr. El encierro no es ningún juego. Usted no corre para que le coja un toro. Ni para que le coja a otro por su culpa.” El joven meneó la cabeza. “Jo, ¡qué bronca me está echando, doctor!” “Porque usted no duerme. Porque corrió en el encierro después de beber y sin estar en condiciones.”
El joven asentía y, enderezando su dolorida espalda, el médico le observó. “A ver. ¿Dónde se dio el golpe?” “Aquí. Aquí, doctor –el joven se tocó un costado–. Me tropecé. O me caí, no sé. Y me pegué contra algo. O en el suelo. Algo así.”
“Vamos a ver”, resolvió el doctor, levantándose de la butaca y rodeando el escritorio. Se dirigió al otro extremo de la consulta y señaló la camilla. “Suba”, le indicó al joven, agachándose para apartar la banqueta. Sintió entonces un brazo que le rodeaba el cuello y, en torno a su cintura, las piernas del joven y, sobre su maltrecha y dolorida espalda, el cuerpo de su paciente.