En estos momentos en que algunas ferias importantes han dejado de programar la corrida de Miura, es un gustazo y todo un gesto para el aficionado que Pamplona siga fiel a este hierro. Y que sea por muchos años. La de ayer fue una corrida, con sus cosas, que tuvo como denominador común que se portó en el caballo. Allí demostró su bravura. Lo hizo a su manera, con la cara alta pero empujando y en algunos casos metiendo los riñones.

No es la excelencia estética del primer tercio, pero es la forma en que estos toros se expresan. Luego en la muleta fueron también así, con las caras por arriba, marca de la casa. Ahí es donde se complican las corridas, donde se pone a prueba el poder del torero que debe llevar la muleta a media altura. Cuando se hace bien, hay emoción. Porque poderle a un toro al que se le baja la mano no es lo mismo que poderle al que pasa por encima del fajín. La corrida empezó con un percance, el sufrido por Rubén Pinar nada más colocarse para citar en una media cambiada. No hubo alcance en un primer momento, pero Pinar perdió equilibrio, y cayó, y el toro hizo por él, como es natural en uno de este encaste que no deja pasar una, a pesar de la nobleza que en términos generales lució la corrida. Se quedó la tarde en un mano a mano y a la mente vino la de Escolar que también se convirtió en un mano a mano cuando nada más abrirse de muleta Robleño fue alcanzado. Con estos de Lora del Río siempre hay algún susto. Los toreros estuvieron a la altura de la circunstancias, tirando de alardes, de toreo de rodillas, de cites desde los medios a toro lanzado, y toreando. El gato al agua se lo llevó Colombo cuando mató de una soberbia estocada al que cerraba feria. Fue el toro de la corrida. Ahí no estuvo completo el venezolano que pudo sacar más agua de ese pozo de encaste cabrera. Mató como un cañón, segunda oreja y puerta grande.