Esa noche, Pedro Sánchez durmió mal. El día anterior había pedido permiso al Rey para entrevistarse con Puigdemont. El borbón se inhibió de mala gana. Al día siguiente Sánchez estaba en Waterloo. En la reunión estaban presentes los primeros espadas de ERC y de Junts. Y representantes de ANC y de Ómnium. Solo había una mujer. Nadie se atrevía a romper aquel hielo ártico. Todos se miraban el nivel de testosterona con el rabillo del ojo. Allí se iba a decidir el destino político de España, o como usted quiera llamarla.
Presidían la mesa Puigdemont, con aire de leñador beatnik y Sánchez, con el aspecto de un soldado lanzado al asedio.
La reunión comenzó con afilados cuchillos bajo la piel. Unos tenían claro que solo poniendo contra las cuerdas al Estado y provocando el colapso político e institucional de aquel territorio que sentían ajeno, podrían adelantar la línea de meta de sus objetivos. A qué precio no se sabía. Había que tirar de épica por encima de la dramática.
Otros, fulminados por su propio resplandor, habían abandonado la unilateralidad y abrazado la negociación. La realpolitik funcionaba todavía. No obstante, todos coincidían en que la amnistía y el referéndum a medio plazo eran el precio a pagar por adelantado. Pero las tácticas, estrategias, prioridades y plazos, incluso con mediador de por medio, abrieron las primeras brechas en aquel grupo. Estaba claro que la realidad no siempre se medía igual, ni pesaba lo mismo.
Sánchez, como buen equilibrista vertiginoso, había ido a ganar la partida. Todos tenemos demasiado pasado acumulado, dijo. Y ya es suficiente. Así que estaba dispuesto a acabar con el Régimen del 78. Porque nunca es demasiado tarde para nada.
Tras doce horas de reunión, todos salieron de la sala como si regresaran del frente marcha atrás y en la más triunfal de las retiradas.
Fuera, las apuestas seguían subiendo.