Tras la esperpéntica actitud de la derecha española en su desprecio a las lenguas cooficiales, vuelve a concentrarse la batería de reproches en la eventualidad de una ley de amnistía para los acusados por el procès. Hay una perversión en el intento de presentar la medida como un ataque a la democracia española, con alusiones poco rigurosas hacia la transición. La transición nació amparada por una ley de amnistía que se consideró imprescindible para evitar la confrontación bajo la velada amenaza de la fuerza. En ese caso, la democracia se construyó sobre los cimientos en los que se enterraron delitos de lesa humanidad. Ahora, la derecha española patrimonializa no ya el modelo homogéneo que defiende sino la propia democracia al criminalizar la misma fórmula para superar una crisis en la que los delitos de naturaleza política que se esgrimen no agredieron derechos humanos, a diferencia de los liquidados en 1977. En este caso, además, ya se rechazó jurídicamente lo más exacerbado de las acusaciones al comportamiento de las autoridades catalanas, cuando la pretensión de presentar el procès como un alzamiento violento contra la democracia buscaba aplastar el derecho a la libre decisión bajo el delito de rebelión.Ahora, el discurso que abrazan PP, Vox y viejas voces del socialismo español que carecen de la legitimidad que otorgan las urnas a la actual dirección de su partido, contraataca con una retórica irrespetuosa para llegar donde ni siquiera la judicialización de la política ha llegado. Es la criminalización ideológica que persigue saltarse las garantías del debate político en democracia: la libertad de expresión y la de reclamar mecanismos para materializar los proyectos pacíficos respetuosos con los derechos y libertades. A esas voces arcaicas es preciso recordarles que la democracia española nace cuando el derecho vigente se adapta a la realidad social y política. Negar este mecanismo de transformación es involucionar confrontando voluntades frente a la realidad de unas sensibilidades nacionales vasca y catalana, especialmente, basadas en principios democráticos que demandan ser acogidas por el principio de legalidad. Si para ello es preciso adaptar la norma en favor del reconocimiento y la convivencia, como ya se hizo en los años 70, no profundizar en ese camino es el verdadero modo de enterrar la democracia.