El fin de semana nos dejó la trágica noticia del fallecimiento de un joven escalador mientras ascendía el Aspe encordado con un compañero. Un alud de hielo los mandó a los dos para abajo y uno tuvo la fortuna de pararse y el otro el infortunio de perder la vida. Siempre que pasan cosas así surgen los comentarios que hablan de imprudencias, de que son lugares muy peligrosos, etc, etc, etc.

Lógicamente, llevan parte de razón, aunque no sea el día para ponerse a dar lecciones de maneras de afrontar la vida. Cualquiera que escala o que asciende montañas, en roca, en hielo, en mixto, sabe que la actividad tiene un riesgo que es inexistente en el llano. Un mal paso, un mal gesto, un despiste, un cambio del terreno, la llegada del mal tiempo, una leve imprudencia, pueden acabar con todo. Se sabe y se conoce, por lo que la inmensa mayoría de los practicantes suelen acometer bien preparados sus retos. Solo los grandes expertos saben si subir por ahí a ese lugar tal día es una imprudencia o no lo es, si subir tantas personas de esta manera o de la otra es una locura o es algo asumible.

Lo único obvio es que la muerte es rotunda y lacerante y el dolor de familia y amigos ya va a ser eterno, por mucho que pueda consolar -poco- el hecho de morir haciendo lo que les gustaba o libres en la naturaleza. Al final, son tus personas queridas, y las quieres aquí. O allá, subiendo montañas, pero vivas. No suelen valer de mucho los discursos que embellecen la épica de las cumbres. Es una caricia que ayuda pero que al menos inicialmente no tapa el dolor de no tenerlos.

Luego igual sí acompaña y reconforta más. Más cuando quien fallece es tan joven. Esto va a seguir pasando, a años más, a años menos, porque vivimos rodeados de esas preciosidades y siempre habrá aventureros que dejen el sofá y la barra para conquistar lo inútil, que diría Terray. Mucho ánimo a su familia y amigos.