Me pongo en el lugar de los feligreses de la diócesis de David, en la provincia panameña de Chiriquí, y yo también sufro con ellos. No todos los días ocurre que tu obispo y cardenal desaparezca de repente sin dejar rastro, como le ocurrió al purpurado pamplonés José Luis Lacunza el último día de enero. La voz de alarma que corrió por todo el país centroamericano no tardó en cruzar el Atlántico.

El Vaticano se apresuró a mostrar su consternación, así como la Conferencia Episcopal Española. Hasta el recién estrenado arzobispo de Pamplona, Florencio Roselló, pidió a los fieles navarros “unirse en oración a la Iglesia panameña para que se pueda conocer pronto su paradero”. Las rogativas debieron de funcionar porque, con toda la policía y la fiscalía de ese país movilizados y cuando ya se rumiaba lo peor, el mitrado apareció al día siguiente en coche, vivito y coleando, aunque eso sí, algo desorientado, que cuentan las crónicas.

Sus crípticas explicaciones dejaban un amplio margen a la imaginación. “Fue una trastada estúpida, que no las hice cuando tenía 15 años y las he hecho ahora que voy a cumplir 80 (…) Cuanto más viejo más pendejo!”. También pidió perdón a sus feligreses a los que dijo, supongo que con mucho conocimiento de causa, que no merecía las lágrimas que habían vertido por él. No sé si le han reído la gracia. Tampoco se han dado más detalles. Lo que se hace en Chiriquí se queda en Chiriquí. Monseñor Lacunza presentó su dimisión la semana pasada y el papa se la ha aceptado. La Santa Madre Iglesia ha aducido que es un procedimiento absolutamente normal dada la edad del obispo, que este mismo sábado, día 24, cumple 80 primaveras. Seguro que nuestro paisano quiso celebrarlo como Dios manda, nunca mejor dicho. Que le quiten lo bailado. Ya lo cantaba Peret, “y no estaba muerto, no, no, que estaba tomando cañas”.