Resulta democráticamente descorazonador leer sobre los continuos casos de corrupción. Y es peor no poder evitar pensar que este modelo de corrupción no tiene su origen sólo en un problema de actuaciones individuales, sino en un modelo institucionalizado de intercambio de trapicheos generalizados. Ahora es el caso Koldo de cobro de comisiones ilegales por adjudicaciones de contratos de mascarillas en plena pandemia sanitaria, entre otras cosas, que ya salpica al PSOE, con ramificaciones en Navarra alrededor del PSN, y al PP. Como todos, una mezcla tipos chusqueros y patibularios en los aledaños del poder político. Dudo mucho desde hace mucho tiempo. Sobre todo en todo de lo que compone ese triángulo oscuro que conforman política, corrupción y justicia. Cada vez más. Tengo dudas de que los procesos judiciales a los grandes casos de corrupción en España lleguen alguna vez a algún final justo. Este de ahora tampoco. Como si fueran hechos destinados a la desmemoria colectiva del paso del tiempo. Son muchos años sucediéndose un caso tras otro y cada vez más graves sin que casi nada haya cambiado. Siempre se habla de endurecer la legislación contra la corrupción política en España, pero las medidas o nunca llegan a buen puerto legislativo o si lo hacen acaban con el tiempo solo en agua de borrajas. En realidad, lo sorprendente con todo lo que ha caído es que todavía no haya una amplia normativa con medidas eficaces y contundentes contra la corrupción que forme parte del tejido penal español, el país de la UE más afectado por la corrupción. La proliferación de escándalos, el hecho de que la mayor parte de ellos se salden con penas irrisorias cuando no el sobreseimiento por la prescripción de los delitos, la extensión del privilegio del aforamiento y otros tratos de favor para políticos, jueces, fiscales, altos funcionarios y elites financieras y empresariales en Españay la realidad de que nadie asume responsabilidad alguna por sus actuaciones elevan el malestar social con la política, minan la credibilidad de la instituciones y de los gestores de los recursos públicos y extienden la desafección con la deriva de la democracia hacia el autoritarismo. Quizá por eso, el 95% de los ciudadanos cree que hay corrupción generalizada en el Estado. Es un problema endémico y permanente en la política española. Se da por asumida. Una parte inherente al propio sistema que lleva desde muchos siglos atrás anidando en los más profundo de las estructuras de poder del Estado español. Basta releer El Lazarillo de Tormes, donde se describe una España tan casposa y cruel que su autor no fue capaz de firmar y lo dejó como Anónimo. La corrupción es otra excepción más que sitúa al Estado español muy lejos de los niveles de responsabilidad política y ética mínimos de las democracias avanzadas. Asuela desde hace décadas el propio sistema de partidos en el Estado español. Ni PSOE ni PP han sido capaces de erradicar la corrupción. Al contrario, han optado por entorpecer las investigaciones judiciales o periodísticas que les afectaban, proteger a sus corruptos y apuntar con el dedo acusador al adversario con el banal argumento del ventilador y el y tú más. Otra semana de corruptos, delincuentes y trileros desfilando, algunos pavoneándose, por tribunales y medios. La juerga no para.