Leí el otro día una frase que me hizo pensar mucho –y tenebrosamente– que decía algo así como que lo peor de las fake news y toda esta dinámica de los últimos años de las noticias mentira y de las mentiras directamente servidas por medios y corporaciones y políticos no es tanto que nos las creamos –siendo un riesgo– como que vamos –lo estamos haciendo ya– a dejar de creer en las noticias que sí son verdaderas.

Es el anverso tremebundo de este mundillo del vender la mentira por la mentira para hacer daño, derribar al enemigo, obtener rendimientos o directamente instaurar un estado de las cosas en el que ya nadie confíe en nada ni en nadie y se instale un pasotismo incluso aún mayor de este en el que vivimos, todos ahí –o la mayoría, queda gente que pelea por todos– con la nariz en el móvil la mitad de las horas del día y rebuznando por lo mal que está todo y lo iguales que son todos –lo que no es cierto, pero es un objetivo de quienes pretenden este estado de las cosas– y total para qué te vas a implicar con nada.

A nivel periodístico es también un drama, en la medida en que miles y miles de profesionales honestos, comprometidos y defensores de la libertad de expresión ven día a día vilipendiado o cuando menos minusvalorado su trabajo por culpa de otra parte de la profesión –o de la industria, mejor dicho. O de la sociedad, en general– que ha hecho de la mentira la bandera por la cual llegar a todos los lugares que se ha propuesto.

En los últimos años, además, con dos conflictos muy serios a nivel mundial y con sus consiguientes maquinarias de propaganda –aunque Palestina poca o ninguna capacidad de propaganda tiene–, el estado general del mundo es como para estar desconfiando casi a cada minuto de todo y de todos, lo cual no deja de ser un horror. Las personas estamos diseñadas para confiar en los demás. Cuando no es así, quedamos dañadas para siempre.