Como todos los años por estos mayos ya llevan días circulando por internet vídeos y fotos de los atascos demenciales de decenas y hasta centenas de escaladores en distintos puntos del acceso al Everest, que tiene en el mes de mayo su punto álgido de llegada de escaladores debido a las buenas condiciones del tiempo. Gente sin apenas experiencia que ha pagado un dineral para que sherpas les pongan una barandilla en forma de cuerda desde la base a cima, para que les ayuden con los jumares que les enganchan a esa cuerda, con las botellas de oxígeno, con los crampones. Un espectáculo triste y que nada tiene que ver con el himalayismo que conocimos en los 50, 60, 70 y buena parte de los 90. No sé, no tengo dinero para gastarlo en pagar una expedición al Everest, pero si lo tuviera ni gratis me apuntaría a una expedición para que me suban a un monte, por mucho que sea el monte más alto del mundo. ¿Qué clase de emoción personal puede suponer que prácticamente te hagan todo lo que tu cuerpo y tu mente no pueden hacer, que tengas que estar horas y horas esperando tu turno para pasar, que pongas claramente tu vida en riesgo? No me cabe en la cabeza. Pero, claro, esto existe y como se dice de todo hay en la viña del señor y habrá personas para los que esta experiencia profundamente capitalista y alejada de reto personal alguno es válida. El Everest es un monte maravilloso y precioso. El circo que forman sus paredes con las del Nuptse y el Lhotse es inenarrablemente bello, el collado sur pese a la suciedad es bonito, la vista de los 900 metros finales es eterna. Subir por ahí tú y unos pocos más tiene que ser algo deslumbrante. Llegar al balcón, a la cima sur, al escalón Hilary. Tú, tus fuerzas, tus pulmones, tus sueños. Eso es estratosférico. Esta gente se lleva de vuelta a casa una foto de cima ganada con las piernas y los pulmones de otros. Me resulta incomprensible.