Quiso escribir sobre las fuerzas fascistas en plena fusión, los brotes psicóticos de la política, la deshumanización de Europa, el infanticidio de Gaza o sobre los desvaríos de Milei, Abascal y Ayuso, esa trilateral fascista que triunfa con ideas que enloquecen al personal: que los impuestos son un robo, que la justicia social promueve la envidia y el rencor o que el socialismo es cancerígeno así que viva el anti-Estado. Pero no pudo. Nada de lo que escribiera merecía la pena. Porque las palabras habían perdido su sentido.

Buscó consuelo en el paseo. Empezó en Carlos III, donde el metro cuadrado de jubilados sobrevitaminados rompía todas las estadísticas. Escuchó a una pareja que rondaba los 90 hablar de “la última vez”. Te acuerdas de la última imagen de tu madre viva, preguntó el más anciano, de la última vez que tus manos no temblaron, de cuando pensaste que la vejez no es una batalla , sino una masacre, de la última vez que te miraste en el espejo y lloraste devastadoramente, que dormiste más de tres horas seguidas, que pensaste que las cosas existen para existir otra vez pero ya no hay tiempo, que dejaste de espiar tu propio pasado y apartaste la vista, que creíste en la resurrección, que echaste tu último polvo apasionado, que leíste Oración por Owen, de John Irving y desde entonces no has dejado de rezar; que fuiste al médico, te miró con compasión y adivinaste el futuro, que tu madre te besó en la mejilla y sentiste un escalofrío, que renovaste tu DNI y te citaron para el 9999, o de la última vez que dejaste de hacer planes para mañana, que entonaste las consignas maoístas o trotskistas de tu juventud o cuando el tiempo transcurría a empellones de euforia como un tren lanzado hacia el fondo de la noche. ¿Te acuerdas? .

Se hizo un silencio como si no supieran qué hacer con la tragedia ajena.

Aquellas palabras sonaban distinto. Como gotas de luz a las que agarrarse. Y escribió.