Si te sale el viejo punki que llevas dentro, lo que más te apetecerá el próximo domingo es alejarte varios miles de millas marinas de cualquier objeto que pueda asemejarse a una urna, mientras gritas “¡que les den a todos!”. Visto desde este lado del escaparate, la élite política y funcionarial que se mueve entre Bruselas y Estrasburgo parece, en general, incluso menos de fiar que sus primos locales, mucho sueldo y poco fundamento.

Ocurre, sin embargo, que sólo personas con severos problemas de percepción pueden pensar que lo que se decide o deja de decidir en esos lugares tiene poco o nada que ver con nuestras vidas. Nos afecta, mucho, y tal como van las cosas lo más probables en cada vez sea más. Tradicionalmente, las campañas a las elecciones europeas nunca han superado el nivel de lo mortecino, con dificultades crecientes para animar el voto de una ciudadanía a la que la UE le motiva cero. La de este año quizás esté siendo diferente, y no sólo porque hay aquí fuerzas políticas que se plantean el 9J como una segunda vuelta de los últimos comicios estatales o autonómicos, o como una meta volante en su carrera para llegar al poder. El continente atraviesa un momento como mínimo delicado, con una guerra prácticamente en la cocina y otra al otro lado de la puerta, con un severo dilema a la vez ético y económico con respecto a la cuestión migratoria, con la cuestión climática lejos de resolverse y con la siempre inacabada Europa social y de derechos amenazada por el auge de la extrema derecha. Mucha tela que cortar que no podemos dejar exclusivamente en manos de indeseables o desalmados. Aunque lo que más nos tiente sea no hacerlo, son muchos los motivos para ir a votar el próximo domingo. Sin haber llegado al sueño europeo, no podemos dejar que por nuestra inacción se convierta en una pesadilla.