Los Redín, y los Cruzat

Tiburcio de Redín y Cruzat nació en el palacio familiar sito en la calle Mayor de Iruñea, en el seno de una familia de honda raigambre navarra. La familia paterna, los Redín, procedían del valle de Lizoain, donde tenían su palacio de cabo de armería, y su pertenencia al bando beaumontés, pro-español, trajo consigo cierto auge por los beneficios obtenidos tras la conquista de Navarra. En cuanto a los Cruzat, eran de origen francés, y tras su llegada al burgo de San Cernin en la Edad Media se convirtieron en una de las familias más importantes de Pamplona.

La tradición familiar decía que habían participado en la Cruzada junto al rey Teobaldo II de Navarra, y el mismísimo Lope de Vega alabó su valor en la obra Jerusalén Conquistada, en un verso que, aludiendo a su escudo familiar, decía: “...negros armiños sobre blanca plata/ de los Cruzates el valor que prueba...”. Ambas familias se unieron cuando Isabel de Cruzat casó con Carlos de Redín, un soldado de los tercios de Flandes, veterano además de la batalla de Lepanto. Tiburcio de Redín y Cruzat fue el noveno de sus hijos, y no conoció a su padre, puesto que murió al mes de haber nacido él, y por tanto fue su madre, una mujer de temple excepcional, la que consiguió sacarlos adelante.

Un soldado valiente y un ascenso fulgurante

Como tantos jóvenes de su época, Tiburcio se enroló a los 14 años en los famosos tercios y, según la tradición, fue su propia madre la que, en el zaguán del palacio, le ciñó la espada. Para entonces ya estaban en Flandes dos de sus hermanos, Martín, que llegaría a ser Gran Maestre de la Orden de Malta, y Miguel Adrián, soldado de los tercios de Flandes que peleó también en África y América, que fue almirante de la flota de galeones y murió en un combate naval contra los holandeses. Según los testimonios, perdió brazos y piernas por disparos de artillería, pero permaneció dando órdenes en cubierta hasta que murió desangrado. Con todo, el joven Tiburcio superaría a sus hermanos en méritos y fama.

Participó en asedios, batallas campales y navales, y su valentía propició un rápido ascenso, por lo que a los 24 años era ya capitán de un navío. En la guerra contra Inglaterra encabezó un comando de 10 soldados, con los que se introdujo de noche en las defensas del fuerte de San Cristóbal, en las Antillas, consiguiendo abrir la puerta para que entrara el resto del ejército. Aquel día hicieron 2.300 prisioneros ingleses y capturaron 129 cañones. Debido a estos y otros méritos, al final de su carrera militar ostentaba los títulos de caballero de la orden de Santiago, maestre de campo y general de la flota.

En el museo del Prado se conserva un retrato suyo, pintado por Juan Ricci. Se le describe como un tipo “de entrecejo fruncido como un nubarrón de tormenta, sobre su mirada dura y desafiadora, los bigotes encabritados por las puntas, el mentón audaz y provocativo, orlado de un pelillo áspero e impertinente, la cabellera revuelta e indómita, cayendo sobre el cuello...” Debía de ser sumamente ágil y fuerte, y una descripción de su época dice que estaba “dotado de singular ligereza para saltar, trepar, nadar, esgrimir y jugar a la espada negra y blanca, la pica, el mosquete y las demás armas”.

No obstante, lo que más le caracterizaba era su carácter violento e irascible, que le persiguió toda su vida y le causó muchos problemas. Nunca olvidó su Iruñea natal, a la que volvía con asiduidad, y no consentía que se la insultara en su presencia. En cierta ocasión, en un teatro de Madrid se representaba una obra de Baltasar Gracián en la que se hacía burla de Pamplona, diciendo que tenía más de “corta” que de “corte”. Ante las risas de la gente Tiburcio saltó al escenario espada en mano, y bramando como un toro, puso en fuga a los cómicos y desafió a todos los presentes por si alguien quisiera batirse con él. Evidentemente nadie aceptó el desafío, y las risas cesaron de manera fulminante.

Un incidente estuvo a punto de costarle muy caro cuando, furioso porque los ascensos prometidos se demoraban, decidió tomar cartas en el asunto. Se plantó en mitad de la calle y espada en mano al paso del carruaje del mismísimo Conde-Duque de Olivares, obligó al cochero a detenerse, cortando las riendas de los caballos, y abroncó al todopoderoso ministro de Felipe IV. Pasado el calentón, se dio cuenta de su error y huyó a Panamá, hasta donde le llegó la orden de arresto. Pero él tenía un plan. Cargó su barco de piedras y zarpó rumbo a la Península como si de un buque repleto de tesoros americanos se tratara. Atrajo la atención de un navío holandés, que picó el anzuelo y lo asaltó, pero Redín y su tropa salieron entonces de las bodegas y derrotaron a los holandeses. Días más tarde Tiburcio entraba en el puerto de Cádiz con los dos barcos, en medio del delirio y el fervor de la gente.

Un radical ‘golpe de timón’

En octubre de 1636 y encontrándose en la Puerta del Sol de Madrid, Tiburcio es testigo de una algarada popular al paso de la princesa de Carignano. Poseído por un brío caballeresco, el pamplonés salió en defensa de la dama y resultó herido en la cabeza por una pedrada, que le hirió en la base del cráneo y le dejó medio muerto. Este suceso, que fue vivido por el orgulloso soldado como una humillación, le llevaría a replantear su vida, y todavía convaleciente decidió hacerse clérigo. No faltan razones para pensar que en este cambio pesaron también las zancadillas cortesanas de Olivares, e incluso hay quien dice, siguiendo un viejo refrán, que “harto el diablo de carne, se hizo fraile”, haciendo alusión a sus libertinos antecedentes. La cosa es que se hizo capuchino y misionero, y hasta el mismo rey Felipe IV lamentó la pérdida de tan valioso soldado.

Todavía su carácter violento afloraría en varias ocasiones, como por ejemplo en cierta ocasión en la que un comerciante sevillano se burló de él y sus compañeros misioneros. Tiburcio lo cogió por las solapas, levantándolo literalmente del suelo, y fueron sus propios camaradas religiosos los que tuvieron que apaciguarlo. Y en otra ocasión, en las costas de Brasil, el barco en el que viajaba fue atacado por un buque holandés. Cuando el capitán hizo ademán de rendirse, Redín le arrebató la espada y se hizo cargo de la defensa, ante lo cual los holandeses huyeron prudentemente. El propio Papa, conocedor del valor de su nuevo fraile, le ofreció en 1646 ser nombrado cardenal y general de la flota vaticana, pero Tiburcio rehusó y marchó a las misiones, donde moriría a los 53 años de edad, aquejado de fiebres, sin que hoy se conozca el paradero de sus restos.

El legado de los Redín-Cruzat

Hoy en día el recuerdo de aquella familia permanece fosilizado en las calles de la ciudad que les vio nacer. El fortín amurallado levantado hacia 1540 para reforzar el flanco norte de la ciudad comenzó a ser llamado Baluarte de Redín a principios del siglo XVIII, en honor del hermano mayor de Tiburcio, el almirante Martín Redín y Cruzat. Y posteriormente, y por extensión del nombre del baluarte, comenzaron a ser igualmente llamadas las dos callecitas que conducen hasta él, hecho que fue oficializado por acuerdos municipales tomados el 14 de agosto de 1814 y el 24 de marzo de 1937. En cuanto al palacio familiar, fue adaptado en los años 80 como conservatorio de música, pero quedó luego abandonado durante décadas. Fue rehabilitado en la legislatura 2015-2019 como centro comunitario para el Casco Viejo, y hoy es un motor social, cultural y vecinal para los colectivos del barrio.

Así pues, estimado lector, si tienes ocasión de entrar en este antiguo edificio, con sus muros de piedra y sus artesonados de madera, ten presente que por sus pasillos y escaleras corrieron y jugaron los nueve hijos de la familia Redín. Es más, quien crea en estas cosas podrá pensar si todavía andan por allí los espíritus atormentados de Tiburcio, Martín y Miguel Adrián, este último sin brazos ni piernas, presumiendo de sus respectivas hazañas. Con ellos y con su increíble historia podrás reencontrarte en el palacio de Redín y Cruzat, en el antiguo burgo de San Cernin, calle Mayor nº 31, Pamplona, Navarra.