No sé si les pasa, cada vez me cuesta más coger el teléfono. Le tengo pánico. Como al decorado de terror de las novelas de Mariana Enriquez. No sé, es oír el tono y entrar en pánico, en una ansiedad anticipatoria que sospecha siempre lo peor. Como si presintiera que la normalidad fuera a explotar en busca de una pena pendiente, una deuda inacababa, el resultado de un análisis clínico o un embargo por desaparecer de la realidad. No crean, esto último es posible pues la realidad ya ha sido sustituida por la gobernabilidad algorítmica. Y desertar de ella ya es delito.

Le comenté a Altube esta patología, por si podía ayudarme pues él es un tipo con respuesta para todo. Qué creen que me contestó. Que eso era muy común entre las generaciones Z y Millennials. Al oír esto me alegré pues me sentí aliviado de la gravedad de una edad honorable. Pero no te vengas arriba, no padeces anomalía cronológica, matizó Altube. Lo que les pasa a esas generaciones gaseosas, bien podría explicarse, no por miedo al teléfono, sino miedo a la comunicación verbal y bidireccional, algo en vías de extinción. Esas generaciones han abdicado de sí mismas ante una pantalla donde los simulacros sustituyen a la realidad, esa que te decía que se está volatilizando, como los muertos sin familia. Pero no es tu caso –dijo un Altube muy freudiano–. Quizá lo tuyo tenga que ver con alguna extraña llamada que en tiempos te traumó.

Recordé entonces algo ocurrido hace años. Una llamada anónima me reclamó el riñón que, dijo haberme donado. Me asusté. Pensé que se trataba de una broma macabra pues nunca me trasplantaron nada. La voz insistió: “Ese riñón que te filtra media taza de sangre por minuto dejará de purificar en dos meses si no me lo devuelves”. A los dos meses justos, mi vecina falleció de una insuficiencia renal. Desde entonces, cuando suena el teléfono siento su vibración en el riñón.