Dice el director de la excavación de Larunbe –donde encontraron un altar del siglo I con una inscripción en latín– que “un mensaje escrito del pasado es muy importante”. El ahora descifrado, por ejemplo, presenta conexiones con el vascónico o vasco aquitano. La afirmación de Juantxo Aguirre es extensible también para la mano de Irulegi y su “sorioneku”. Porque la letra grabada en la piedra o en el bronce aporta pistas, un hilo del que tirar para conocer de dónde venimos. La arqueología, en este sentido, me parece apasionante; ir profundizando milímetro a milímetro en la tierra, con delicadeza, a la búsqueda de nuestras raíces, de las gentes que nos antecedieron, de sus usos y avatares. Esto me lleva a preguntarme si dentro de dos mil años alguien escarbará en el suelo que ahora ocupamos y qué vestigios encontrará de nuestra civilización. Los formatos que hoy utilizamos para almacenar información son más manejables y dúctiles que un enorme pedrusco, pero los libros y los periódicos están hechos de material combustible y es posible que en ese futuro lejano sea complicado abrir un disco duro o descargar un USB. Quizá en previsión de que esto suceda, es frecuente que al enterrar la primera piedra de una obra emblemática se depositen, sellados en su interior, documentos y objetos testimoniales. Casi como sucedió con esta ara de Larunbe encontrada en el fondo de un pozo. Con la particularidad de que la piedra sigue conservando los mensajes por los siglos de los siglos.