La peor noticia para el gay este año –a la lesbiana ni se le concede allí el derecho a la existencia– ha tenido lugar en Irak. Hace dos meses el Parlamento aprobó la ley que impone una condena de 15 años de prisión a quien mantenga una relación homosexual. Sin duda estamos de enhorabuena, pues el borrador inicial incluía la pena de muerte. Además, se castigan con cárcel, y ahorro comillas, la promoción de actos impuros entre personas del mismo sexo, el comportamiento afeminado y el apoyo a todo organismo que aliente la desviación sexual, sintagma paranoico que desde el verano pasado deben usar los medios en vez del término homosexualidad.
Irak es el segundo país más poblado del mundo árabe, tiene una importancia histórica, religiosa y cultural significativa y, sin que nada me sorprenda, el silencio por estos pagos resulta gigantesco, babilónico, y la ceguera muy mesopotámica. Ni siquiera ahora se recuerda que el mayor peligro para el colectivo LGTBI es una muy concreta manera de limitar la sociedad a mera comunidad de fieles, no de ciudadanos; y de contemplar a éstos como simples títeres de una fe que solo se entiende si es pública, o sea política.
Esto no es una impresión ni una opinión. Basta repasar sus legislaciones. Es más: toda encuesta confirma que tales normas reflejan el pensamiento de los legislados. No es que el Parlamento de Irak, y el de tantos similares, dicte que la homosexualidad es pecado y por ello delito: es que así lo juzga una mayoría absoluta de iraquíes y hermanos de credo, aquí y allí. Pero da lo mismo. Incluso hoy la denuncia es para otros. Incluso hoy.