La puesta en evidencia a través del debate de candidatos presidenciales en Estados Unidos de una preocupante realidad conocida parece haber hecho saltar las alarmas. Las limitaciones de Joe Biden por razón de su edad y sus limitaciones comunicativas no habían impedido hasta ahora que el aparato del Partido Demócrata depositara en él una fe ciega como mejor candidato para batir al republicano Donald Trump. El hecho es un retrato de carencias, de fractura y de desorientación del sector tradicionalmente progresista de la clase política estadounidense. Las divisiones internas entre el establishment demócrata más tradicional y el ala considerada más a la izquierda trascienden las divergencias ideológicas y oscilan en la duda de proyectar discursos más arriesgados por el temor a perder un voto de centro que no deja de ser conservador y se ha ido desmovilizando. En el otro lado, Trump sigue proyectando los factores de éxito que le caracterizan. En el debate del que todos los observadores coinciden en que salió ganador solo moduló ligeramente su tono pero volvió a faltar a la verdad con desparpajo y reiteración, compensó la incoherencia de sus afirmaciones con un discurso descalificador de su rival y sin definición política. El ganador del primer pulso es un condenado por 34 delitos de falsedad, imputado por alentar una rebelión para revertir el resultado de las urnas e investigado por inducir al fraude electoral. La gravedad del hecho de que este sea hoy el favorito de los electores para volver a tomar las riendas de la primera potencia económica y militar del mundo no debería escapar a la atención colectiva. Su pasada gestión ya dejó efectos negativos sobre el equilibrio comercial, la estabilidad política y la calidad democrática a nivel internacional, sino porque su influencia sobre el crecimiento del populismo en la política global profundiza en el deterioro de las democracias. La manipulación de la opinión pública está en la primera línea de las estrategias electorales de medio mundo gracias al uso espurio de las redes sociales y a la pérdida de sentido crítico en el consumo de la información. Mentir es un activo propio de los modelos autocráticos y un enemigo del mecanismo de veracidad que sostiene a la democracia mediante la confianza. Y esa amenaza no se limita a la carrera electoral estadounidense.
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