El pelo es un elemento desestabilizador: crece en lugares donde molesta y desaparece de donde es estéticamente necesario. El pelo, al contrario de los dientes, las orejas o los dedos es impredecible: un día comienza a esfumarse aburrido de champús, peines y secadores y no deja rastro, solo una superficie brillante y baldía. Perder el pelo supone para muchas personas un trauma; por eso, hay quien ha recurrido a emplastos, lociones capilares y medicamentos. El remedio es muchas veces peor que el complejo, como relataba en nuestra edición del domingo un pamplonés al que el consumo de un fármaco para combatir la alopecia le ha dejado graves secuelas.
Hay otros que viajan a Turquía, como enfermos desahuciados a Lourdes, buscando el milagro de un implante; tras la intervención, pasean por las calles de Estambul, solos o en grupo, con las cabezas vendadas como una procesión de penitentes. Sin embargo, los implantes, en clínicas certificadas, están acreditando buenos resultados. En poco tiempo, solo será calvo quien quiera. Por cierto, una persona cercana me cuenta que desde que su octogenario y calvo padre toma un tratamiento para la próstata, le está saliendo pelo. Ahí lo dejo.