El otro día visité a dos amigos, una pareja de judíos. Resulta difícil percatarse de que lo son –me refiero a la fe, lo del amor se les nota enseguida–. Por supuesto, o sea por precaución, él no sale con la kipá a la calle, y ella oculta bajo la camisa un collar chai heredado de su madre. La mezuzá, en vez de dar al descansillo, la tienen dentro de casa. Nunca se sabe de qué pie cojean los vecinos, y ciertos repartidores, eso sí se sabe, cojean de un pie peligroso. Huelga decir que a mis dos amigos no se les ocurre leer por ahí fuera en hebreo, ni a Anton Shammas ni la Torá.

A muchos se la sudará la batallita, claro. Se la sudaría menos tener que retirar su felpudo de ongi etorri o el eguzki-lore porque hay quien injustamente los identifica con una ideología y su deriva asesina. O sentirse obligados a esconder su colgante, un lauburu, una mano de Irulegi, para evitar problemas. O andar al loro en el transporte público para que nadie vea un texto en euskara, sea el salmo quincuagésimo traducido por Mendigacha, sea una columna de Andoni Egaña. Seguro que alguien con dolor en los ojos y la memoria ante tantas sibilantes africadas se cabrea. Es que vamos provocando.

Aquí se aplaude un diálogo entre Fermín Muguruza y Eduardo Madina, y es fascista censurar al primero. Y en cambio se rechaza otro entre Mira Awad y Noa, y se exige callar a la segunda. El Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz ha decidido retirar los símbolos judíos, la menorá, la estrella de David, del Mercado Medieval, más que nunca medieval, porque su presencia ofende al paisanaje. Menudo país nos está quedando. Benjamín de Tudela ya habría hecho la maleta.