Llevo una semana asomado a la ventana, Lutxo. Mirando al cielo. Pero, sobre todo, mirando a las nubes. Las nubes blancas de la mañana y las nubes negras del atardecer. Y vigilando al bravo río Ulzama, que viene por este lado. Y también al orgulloso río Arga que viene por el otro. Y viendo cómo, las aguas de los dos, confluyen justo aquí, a unos metros de mi casa, donde, a menudo, pueden verse ardillas buscando nueces y cormoranes secándose las alas.
Los que vivimos en este barrio, próximo al cementerio, somos viejos conocidos de ambos ríos. Nos visitan a menudo. Con toda confianza. Cualquier día te los encuentras en casa. Yo, a veces, hasta los confundo. ¿Eres tú o eres el otro? Aunque la verdad es que me da igual. El Arga, no obstante, más azul. Más terroso, el Ulzama. Pero bueno, Lutxo, como decía Diderot (o tal vez Voltaire, me da igual): Los hombres siempre miran al cielo. No sé si lo diría con buena intención o con mala, pero lo importante es que tenía razón: los seres humanos miramos al cielo, Lutxo. Y miramos al cielo porque no podemos no hacerlo.
No obstante, pretender no mirar, ¿no sería una enorme estupidez? ¿Cómo no mirar al cielo si, tanto lo bueno como lo malo, va a venir de ahí? Al cielo hay que mirar siempre. Sobre todo si eres un jefe. El otro día, un experto científico decía que los fenómenos meteorológicos extremos van a ir a más. Punto. Vale, unos prefieren llamar a eso cambio climático y otros pretenden llamarlo de otro modo. Da igual cómo lo llames. Ya está aquí. Y va a crecer. Es como discutir si se puede o no se puede llamar fascista a Trump. Llámalo como quieras, el caso es que está aquí, ¿no? Por cierto, ¿quién ha ganado? ¿Se sabe ya algo, Lutxo?, le pregunto. Y me dice: ¿Me estás diciendo que Trump es un fascista? Y me mira con cara de chulo. Lucho, el chulo. No tenemos remedio ni redención.