Parece que ayer, tras meses negándose, se confirmó la autorización de Estados Unidos a Kiev para usar misiles de largo alcance –300 kilómetros– dentro de Rusia, con el lanzamiento de 6 misiles ATACAMS hacia Karachev. Rusia, que ya anunció hace dos meses que ataques de esta clase en su territorio serían considerados ataques de los países que los facilitan, no está a priori interesada en una escalada del conflicto, ni, posiblemente, quiera entrar al supuesto trapo tendido por Biden para hipotéticamente enconar aún más la guerra antes de la llegada de Trump. Pero, sin embargo, si esos ataques se mantienen, de alguna manera tendrá que responder –su nueva doctrina nuclear, aprobada ayer pero anunciada hace meses, incluye la posibilidad del uso de armas nucleares en casos así, pero solo si suponen una amenaza crítica a su soberanía e integridad territorial–.
Así que quien tendría las de perder, por desgracia, es de nuevo Ucrania, que ve como lenta pero dramáticamente sigue perdiendo terreno, miles de vidas y opciones en la mesa de negociación a la que casi todos parecen ver que se va a llegar. El asunto es cuándo y cómo, un cómo que se complica con posibles decisiones de enviar misiles a Rusia, misiles que todos sabemos son estadounidenses, guiados por satélites estadounidenses y quizá lanzados por estadounidenses.
La pregunta es por qué ahora, tras perder las elecciones, qué gana y pierde Ucrania con esto, qué haría Rusia en caso de ataques a infraestructuras o zonas civiles –ya habido ataques así con drones– y si no es todo una vuelta de tuerca más para tantear dónde están las líneas rojas rusas. Insisto hace mucho: no es una cuestión de qué quisiéramos que pasase o qué resultado nos parece más justo, sino de ver la realidad y el horizonte. Y creo que estaremos de acuerdo en que cuanto antes acabe todo, mejor, porque es ya mucho tiempo y mucho daño el creado.