Estamos en las fechas en los que la lucha contra la violencia machista se hace más visible ante el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer el 25 de noviembre. Me resisto a hablar de un día propio para manifestar el rechazo social a la violencia ejercida contra las mujeres, porque creo que es una de esas cosas esenciales que tienen que estar presentes los 365 días del año, cada hora y minuto. Para no bajar la guardia, para estar atentos y atentas, para seguir diciendo no a cada muestra de violencia que atente contra las mujeres. Para recordar que solo sí es sí y para hacer valer el consentimiento de ellas. Hemos avanzado mucho, pero nos queda por andar. Y existe esa sensación de retroceso, de que algo está pasando porque las medidas no están calando, porque la violencia machista sigue existiendo y se sigue normalizando y lo que es peor, negando. También entre los jóvenes y eso es quizás una de las asignaturas pendientes mas graves. La educación en igualdad, el rechazo sin fisuras a los malos tratos, físicos, verbales o psicológicos, a través de las redes o cualquier otro canal tiene que estar en la base de toda persona y sembrarlo y hacer que crezca es un trabajo lento, en el que hay que invertir esfuerzos en la escuela, en la casa, en las cuadrillas... en la sociedad en general. La violencia contra las mujeres es dañina siempre y es compleja de ver. Sigue siendo difícil denunciar para las víctimas, porque aunque los recursos y la protección han aumentado y el hecho de contar con la ley que las ampara es un paraguas vital cuando la amenaza de muerte es real, todavía hoy muchas mujeres callan, y las que hablan a veces se ven sometidas a una doble victimización. Creo que en esta lucha, que no es nuestra sino de todos y todas, hay un nombre, una mujer que ya ha hecho historia y cuya dura vivencia debería servir para que de una vez por todas los maltratadores, esos asesinos o violadores que tras cometer el delito siguen con su vida como si nada, queden al descubierto y sientan la vergüenza y el rechazo. Me refiero a Gisèle Pelicot, la mujer que tras ser drogada por su marido fue violada decenas de veces por él y más de 50 hombres. Es lo más duro que hemos escuchado en muchos años. Duro por lo que padeció ella y ahora también su familia y más por ver a esos violadores, arropados por sus mujeres y entornos, desfilando por un tribunal sin siquiera pedir perdón por la atrocidad cometida. Es el juicio de la cobardía, decía Gisèle, una de la mujeres más valientes de la historia reciente, que lo ha arriesgado todo convencida de que “es el momento de que la sociedad machista y patriarcal, que banaliza la violación, cambie”. Ojalá tanto dolor sirva.